Londres. Por Hamilton Nolan, The Guardian.

¿Dejarán de convencernos de que tienen un corazón de oro los plutócratas más despiadados del mundo y los buscadores de estatus a sangre fría? ¿Ha habido alguna vez una reunión que debería haber sido un mensaje por correo electrónico tan escandalosa como la de Davos?
Cada año, los amos de la política y las finanzas del mundo viajan en aviones privados que emiten dióxido de carbono al Foro Económico Mundial en una lujosa ciudad turística suiza erizada de guardias armados, donde opinan tétricamente sobre la resolución de la pobreza y el cambio climático. El mero hecho de asistir deja al descubierto la hipocresía de todo el diálogo posterior.
El acontecimiento sirve principalmente como un raro punto de unidad para las alas políticas de derechas e “izquierdas”, que coinciden en que todos los allí presentes deberían estar en la cárcel. Si todos estos responsables profesionales fueran realmente buenos en la toma de decisiones, sustituirían toda la farsa por una charla rápida anual. “Entonces, seguiremos con el capitalismo global un año más. ¿De acuerdo? De acuerdo. Hasta luego”.
Davos y cónclaves similares sólo pueden entenderse como representaciones. Son el escenario en el que los “Amos del Universo” representan la narrativa dramática de sus propias vidas. Son ejercicios de autoafirmación mutua: estamos aquí y somos importantes. ¿De qué sirve una posición de poder sin un público embelesado que escuche sus declaraciones? Cualquiera puede ser rico, pero sólo unos pocos pueden ser influyentes.
Es este embriagador encanto de la influencia escénica lo que confiere a Davos su absurdo subyacente. No tiene nada de extraordinario que los mandamases que controlan el mundo se reúnan en privado para tomar decisiones en beneficio propio; lo hacen todo el tiempo. El defecto fatal de la multitud de Davos es que no se conforman con tener el control de todo. También quieren ser buenos, o al menos dar la impresión pública de serlo.
Así, las típicas entrevistas a presidentes y consejeros delegados y los paneles de predicciones económicas y geopolíticas –las cosas reales– se aderezan con montones de otros contenidos culturales y bienhechores destinados a transmitir la idea de que en el centro de esta multitud de plutócratas y despiadados buscadores de estatus se esconde un corazón de oro.
Sí, están presentes para dominar todos los aspectos de tu vida, pero lo hacen por el bien de la humanidad. Confía en ellos. ¿Acaso la gente a la que no le importa realmente la moralidad asistiría a un panel titulado “Beneficio y propósito: acelerar la igualdad de oportunidades”? Jaque mate, marxistas. La palabra “equidad” está ahí, en la descripción.
Los pasteleros de Davos quieren tener su chocolate suizo y comérselo también. Y ése es su defecto fatal.

La paradoja fatal de Davos
La ironía suprema es que este evento que pretende identificar y analizar las tendencias globales –y que, desde hace años, se preocupa por el auge de lo que se denomina inexactamente “populismo”, que amenaza con consumir el orden político que ha facilitado el dominio del capitalismo corporativo en la posguerra– es en sí mismo uno de los combustibles más perfectos del planeta para la ira populista.
Si las mentes de Davos se creyeran realmente sus propias patrañas, clausurarían la conferencia de inmediato, al entender que es una amenaza para los valores en los que supuestamente creen. No es exagerado decir que esta monstruosidad de opulencia que se desarrolla en medio de la amenazante reducida capa de nieve de los Alpes, es un símbolo tan poderoso de todo lo que está mal en la era neoliberal del mundo, que ayudará a provocar su propia caída.
Es un símbolo de las élites enclaustradas que se miman a sí mismas mientras sermonean sobre la necesidad de la sostenibilidad; es un símbolo de la exclusividad que se envuelve en el lenguaje de la democracia; es el símbolo de los financieros, burócratas e intelectuales que no rinden cuentas, que estudiaron en las escuelas correctas y trabajan para las instituciones correctas y a los que, por tanto, se les permite encerrarse en una burbuja impermeable, contemplar desde la ignorancia un mundo cuyos problemas nunca han experimentado y prescribir un curso de acción que, casualmente, perpetuará el dominio del que han disfrutado durante generaciones.
La utilidad de cualquier red, comunicación o intercambio de información que se produzca en los pasillos de Davos palidece en comparación con el infierno de repugnancia que su existencia aviva entre millones de personas de todo el mundo enfadadas, maltratadas y excluidas que nunca pondrán un pie dentro de su cordón de seguridad. Los asistentes a Davos deberían cerrarlo por puro interés propio. Están sacando de quicio a todo el mundo.
Pero está en la peculiar naturaleza de las burbujas que los que están dentro nunca sabrán lo que no saben. Convencer al “Hombre de Davos” de que su entorno es venenoso es tan imposible como convencer a Thomas Friedman de que hablar con taxistas no le ha otorgado una visión infalible de la humanidad.
El zoológico de Davos
El problema no es tanto que Davos exista. Puedo imaginar un mundo en el que sirviera como una especie de exilio útil que mantuviera a la gente peligrosa instalada en un cómodo simulacro de la realidad lejos del resto de nosotros, The Matrix para los pensadores económicos, un zoo donde se pudiera ver una cámara en directo de Larry Summers explicando a Anthony Scaramucci por qué sería bueno un aumento del desempleo.
No, el problema es que The Matrix de Davos está conectada directamente al ordenador central. Las decisiones que estas personas toman en su pequeña atmósfera de ilusión se filtran al mundo real, dejándonos al resto de nosotros con el agua al cuello mientras la riqueza se filtra cada vez más hacia arriba, década tras década.
Lo único útil que ocurre en Davos cada año es la publicación del informe de Oxfam sobre la desigualdad económica, un documento que siempre pone de manifiesto por qué Davos es una monstruosidad. Este año, Oxfam descubrió que el 1% de las personas más ricas se había embolsado dos tercios de toda la riqueza creada en los dos últimos años. Muchas de esas mismas personas digirieron esta noticia con ecuanimidad en un chalet bien calentito, antes de marcharse a hacer proclamas en un panel de Davos.
El resto del mundo hierve a fuego lento y la rabia de las clases bajas aumenta. Algunos se volverán fascistas, otros socialistas y otros se limitarán a comprar armas y esperar el momento oportuno.
Los tipos de Davos seguirán hablando de “riesgo global” sin darse cuenta de que su propio modo de vida también está en peligro. Hay mucho que todos los líderes de Davos podrían aprender del ancho, ancho mundo. Pero nosotros no podemos aprender nada de ellos, salvo a quién culpar.