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Stalingrado vive y vivirá

Moscú. Agencias / Vasili Grossman

Stalingrado vive y vivirá Moscú. Agencias / Vasili Grossman

Un día como hoy de hace 80 años, el Ejército Rojo, bajo la dirección del genio militar del líder soviético Gran Mariscal Iósif Broz Stalin (El Hombre de Acero), derrotó a las tropas alemanas enviadas por Hitler, cercadas en la ciudad soviética de Stalingrado (hoy Volgogrado), poniendo fin a los 200 días que duró la batalla de Stalingrado, la mayor de la historia, que marcó el principio del fin de la ofensiva hitleriana en territorio soviético.

En la gala de celebración de la victoria en la Batalla de Stalingrado, celebrada este jueves, el Presidente de Rusia Vladimir Putin honró el heroísmo de centenares de miles de soldados y civiles soviéticos que con aquél triunfo iniciaron la derrota final de las hordas de Hitler y sus patrocinadores de occidente.

«La Batalla de Stalingrado ha pasado con razón a la historia como un punto de inflexión radical en la Gran Guerra Patria. Junto con la derrota de la mayor agrupación de la Wehrmacht y sus satélites, fue derrotada la voluntad de toda la coalición hitleriana. Los vasallos y secuaces europeos de la Alemania nazi, y en Stalingrado su número era considerable, representantes prácticamente de todos los países de Europa, empezaron a buscar la forma de eludir su responsabilidad. Se hizo completamente evidente para todo el mundo que los planes de los nazis sobre la destrucción de nuestro país, todas sus ideas de la supremacía mundial, estaban condenados al fracaso. Dos ejércitos lucharon a muerte durante 200 días en Stalingrado, y ganó el que resultó ser poderoso de espíritu. Feroz, a veces más allá de las capacidades humanas, la resistencia de nuestros soldados y comandantes sólo podía explicarse por su devoción a la Madre Patria, la firme creencia absoluta de que la verdad está de nuestro lado», expresó el Presidente Putin.

Otros puntos destacados de su intervención:

● La ideología del nazismo en su versión moderna plantea amenazas directas a la seguridad de Rusia, obligada una vez más a contraatacar la agresión del Occidente colectivo.

● Es increíble que Rusia se vea amenazada de nuevo por tanques Leopard alemanes con cruces a bordo.

● Rusia vuelve a entrar en guerra en suelo ucraniano de la mano de los “descendientes de Hitler”, de la mano de los banderitas.

● A pesar de los esfuerzos de la propaganda oficial corrupta de Occidente, Rusia sigue teniendo muchos amigos en todo el mundo, incluso en el continente americano.

● Quienes arrastran a Alemania a un nuevo conflicto y esperan ganar en el campo de batalla no se dan cuenta de que la guerra moderna con Rusia será diferente. Rusia no podrá responder a las amenazas sólo con vehículos blindados, todo el mundo debería entenderlo.

● Stalingrado ha sido para siempre un símbolo de la indestructibilidad del pueblo. La firmeza de los defensores de la ciudad es el punto de referencia moral más importante para el ejército y el pueblo rusos.

El significado de la victoria en Stalingrado

El desenlace de la batalla, fechado el 2 de febrero de 1943, vino precedido de una serie de derrotas de cuatro ejércitos de Rumanía, Hungría e Italia, países satélites de la Alemania Nazi en esa contienda, que también participaron en la batalla hasta diciembre de 1942. Sin embargo, el derrotismo ya se traslucía en las cartas y diarios de los oficiales alemanes en los meses anteriores a la contraofensiva del Ejército Rojo.

Uno de ellos, perteneciente a la 79.ª división de Infantería de la Wehrmacht, anotó en su agenda el 23 de octubre de 1943: “Stalingrado aún no ha sido tomada. Luego la apodarán ‘la Verdún’ de esta guerra. La lucha por Stalingrado ha durado más que [toda] la guerra contra Francia. Mi estado de ánimo de nuevo decae”.

El mismo oficial escribió días después: “A veces caigo en la desesperación, pero lucharé, por supuesto, contra este maldito sentimiento”.

A continuación, al mismo oficial le asalta la idea de su futura responsabilidad por lo que él y otros invasores estaban haciendo con el pueblo soviético: “A veces pienso que tal vez algún día mis hijos puedan correr el mismo destino que muchos rusos”.

La suerte de los propios soldados y oficiales de la Wehrmacht siempre estuvo en el frente de Stalingrado. Ya en los primeros días de combates en las calles de la ciudad, la 13.ª División de Fusileros de la Guardia, que tomaba parte en la defensa de la ciudad ocasionó 2.000 bajas a las tropas de Hitler, destruyó 18 tanques, 30 autos y hasta 50 carros de tracción animal con alimentos y municiones, según reportó el mando político del Frente del Sudeste el 22 de septiembre de 1942.

Las pérdidas totales de la Wehrmacht y otros ejércitos de los países del Eje llegaron a un millón y medio de personas (entre muertos, heridos, desaparecidos y prisioneros). La cifra equivale a casi la cuarta parte de todas las fuerzas que esta coalición había desplegado en el Este. Los defensores de Stalingrado también sufrieron numerosas bajas, que rondaron 480.000 efectivos.

El texto que publicamos a continuación pertenece a la obra «Años de guerra», de Vasili Grossman, publicada por Galaxia Gutenberg en 2009. La edición original de esta obra en lengua española fue publicada por Ediciones en Lenguas Extranjeras en Moscú en 1946.

Vasili Semiónovich Grossman (Berdychiv 12 de diciembre de 1905 – Moscú 14 de septiembre de 1964) fue un escritor y periodista soviético judeo-ucraniano nacido Iósif Solomónovich Grossman. Se formó como ingeniero y trabajó en la cuenca del Donetsk, pero abandonó tal ocupación en los años treinta para dedicarse en exclusiva a la escritura. Publicó varias decenas de relatos cortos y algunas novelas largas. Tras el estallido de la segunda guerra mundial se convirtió en corresponsal de guerra para el Ejército Rojo, publicando para el diario Krásnaya Zvezdá (Estrella Roja) aclamadas crónicas de primera mano de las batallas de Moscú, Stalingrado, Kursk y Berlín. Su testimonio acerca de los campos de exterminio nazis, escrito tras la liberación de Treblinka, se encuentra entre los primeros documentos escritos acerca del Holocausto judío y fue utilizado como prueba en los juicios de Núremberg.

Volga-Stalingrado

Por Vasili Grossman

Largo es el recorrido de Moscú a Stalingrado. Nuestro automóvil iba por los caminos del frente, bordeando ríos encantadores y ciudades llenas de exuberante verdor. Seguíamos caminos vecinales polvorientos, nivelados por las apisonadoras. Viajábamos durante el luminoso y azul mediodía, entre un polvo abrasador; al amanecer, cuando los primeros rayos del sol iluminaban fastuosamente las opulentas serbas maduradas; viajábamos por las noches, cuando la luna y las estrellas brillaban en las tranquilas aguas del Krasívaia Mechá (afluente del río Don) y flotaban en la áurea y rizada superficie del naciente y rápido Don (río de la Rusia europea que fluye por el sudoeste de la gran llanura rusa desaguando en el mar de Azov. Tiene una longitud de 1,870 kilómetros).

Pasamos por Yásnaia Poliana (la casa natal y donde reposan los resto del gran escritor ruso León Tolstoi). En torno a la casa se extendía un tapiz de hermosas flores, por las ventanas penetraba el sol en las habitaciones, y las paredes acabadas de blanquear, reverberaban. Solamente las calvas en la tierra, no lejos de la tumba en donde los alemanes enterraron a ochenta de sus muertos, y las negras huellas del incendio en las tablas del piso de la casa recordaban los desafueros de los alemanes en Yásnaia Poliana. La casa de Lev Tolstói ha sido reconstruida, de nuevo abren sus capullos las flores, de nuevo aparece la solemne y sencilla grandeza de la tumba. Los cadáveres de los soldados enemigos han sido retirados y enterrados en los grandes cráteres que hicieron las enormes bombas alemanas arrojadas en Yásnaia Poliana. Y en estos sitios han crecido hierbajos de pantano.

Proseguimos nuestra ruta por la magnífica tierra invadida por la guerra. Por todas partes: en los campos, durante la labranza y la trilla, tras los caballos que tiran de los arados, en los tractores y en las máquinas segadoras-trilladoras, al volante de los camiones y en los peligrosos y difíciles trabajos en los apartaderos cercanos al frente, trabaja la mujer rusa. Ella fue la primera que corrió a la casa de Yásnaia Poliana, incendiada por los alemanes; ella es la que, con la pala, allana los caminos sin fin por los que circulan los tanques, las municiones y por los que chirrían las ruedas de los convoyes militares. La mujer rusa se echó sobre los hombros la formidable carga de la cosecha: la recolectó, ató las gavillas, trilló el grano y lo transportó a los almacenes. Sus curtidos brazos trabajan de sol a sol sin saber lo que es descanso. Ella administra las tierras cercanas al frente, con la ayuda de los muchachos y los viejos. No es fácil el trabajo para la mujer. Ved cómo suda ayudando a los caballos a sacar el carro atascado en la arena, repleto de ambarino trigo. Ella, empuñando el hacha, abate los corpulentos pinos, conduce las locomotoras, vigila en los pasos de los ríos, distribuye la correspondencia, trabaja sin descanso en las oficinas de los koljoses (granjas de propiedad de un colectivo) y de los sovjoses (granjas estatales), en las Estaciones de Máquinas y Tractores. Ella no duerme por la noche y hace guardia junto a los graneros, vigilando el trigo recogido. Ella no rehúye la pesada carga del trabajo, no se atemoriza ante las pavorosas noches del frente, observa la lejana trayectoria de las bengalas, da la voz de alerta y hace sonar la carraca. La anciana de sesenta años Biriukova se pasó una noche de guardia en los graneros armada con el mango de una sartén, y a la mañana siguiente, riéndose, me contaba: «Estaba oscuro, la luna aún no había salido, sólo los rayos de un reflector recorrían el cielo. De repente oigo a alguien acercarse al granero y hurgar en la cerradura. Al principio me asusté. “¿Qué puedo hacer yo –pensé-, pobre vieja, contra estos malditos?” Pero después, cuando recordé los sudores de sangre que les había costado a mis hijas cosechar el trigo para mis hijos, me acerqué sin hacer ruido, armada con el mango de la sartén, y grité con voz bronca, como un sereno: “¡Si das un paso más, disparo!”. Se escabulleron en el matorral como si se los llevara el viento. Apenas oí un ligero murmullo. Con mi mango de sartén los hice huir del granero».

El protagonismo de las mujeres rusas

La mujer rusa ha asumido el enorme trabajo en los campos y en las fábricas. Pero más agobiante que el del trabajo es el peso que oprime su corazón. No duerme por las noches, llora al marido muerto, al hijo, al hermano. Paciente, espera noticias de sus familiares desaparecidos. Con su magnífico y bondadoso corazón, con su claro y juicioso cerebro, soporta los duros reveses de la guerra. ¡Cuánta tristeza hay en sus palabras, cuán profunda y sabiamente ha comprendido la negra tormenta que asola el país, cuán infinitamente buena, humana y estoica es la mujer rusa! Nuestro ejército tiene por qué luchar, tiene de qué estar orgulloso: su glorioso pasado, la Gran Revolución, y su tierra inmensa y rica. Pero también puede sentirse orgulloso de la mujer rusa; la mejor mujer de la tierra. Que nuestros combatientes recuerden a su mujer, a su madre, a su hermana, que teman más que a la muerte el perder la estimación y el amor de la mujer rusa, pues no hay en el mundo nada más elevado y honroso que este amor. Muchas cosas vinieron a nuestro pensamiento mientras viajábamos hacia Stalingrado. El trayecto es largo. Aquí, el reloj va una hora adelantado. Y son otras las aves: los milanos, de cabeza grande, están inmóviles, aferrados a los postes del telégrafo con sus fuertes y plumadas garras; al atardecer, las lechuzas, de vuelo pesado y torpe, atraviesan el camino. El sol abrasa despiadadamente durante el día. Las culebras cruzan reptando la carretera. Y la estepa es ya otra: los exuberantes prados han desaparecido. La estepa es de color castaño y está cubierta de quemadas y raquíticas matas de polvoriento ajenjo, que se pegan a la resquebrajada tierra. Los bueyes arrastran las carretas, hay un camello quieto en medio de la llanura. Nos vamos acercando al Volga (el río más largo de Europa, fluye del centro hacia el sur de Rusia y hacia el Mar Caspio; tiene una longitud de 3,531 kilómetros). Se siente físicamente la enormidad del territorio ocupado por el enemigo, una terrible sensación de angustia nos atenaza el corazón, no nos deja respirar. Es la guerra en el sur, la guerra en el bajo Volga, es la sensación del puñal enemigo, que ha penetrado profundamente en el cuerpo. Esos camellos, esa estepa llana y requemada, nos hablan de la proximidad del desierto, provocando en nosotros una sensación de angustia.

No se puede continuar retrocediendo. Cada paso atrás es una enorme y quizás irreparable desgracia. Un sentimiento que embarga a todos los vecinos de las aldeas del Volga, y que vive también en los ejércitos que defienden el Volga y Stalingrado.

La guerra ha llegado al Volga

Por la mañana temprano divisamos el Volga. El río de la libertad rusa parecía severo y triste en aquella hora ventosa y fría. Oscuras nubes bajas surcaban el cielo, pero el aire era claro y a muchas verstas se columbraba la blanca y escarpada orilla derecha y las arenosas estepas de la orilla opuesta. Las claras aguas del río se deslizaban amplia y libremente entre vastos campos, como si una gran cinta metálica uniera la ribera derecha con la izquierda. En las altas orillas, el agua formaba remolinos, haciendo girar cáscaras de sandía y desgastando los salientes arenosos; las olas se remansaban y hacían balancearse las balizas. Hacia el mediodía el viento barrió las nubes, el calor se dejó sentir; y el Volga, reflejando los rayos perpendiculares del sol, adquirió una tonalidad azul, velado por una tenue neblina. Tranquila y confiada dormitaba, arrullada por las aguas, la orilla arenosa, cubierta de un verde prado.

Produce, al mismo tiempo, contento y tristeza contemplar el más hermoso de los ríos. Barcos pintados de un color gris verdoso, cubiertos de ramaje marchito, descansan atracados en los embarcaderos; de sus chimeneas escapa un débil hilillo de humo, cual si estuvieran reteniendo su escandalosa y agitada respiración, temerosos de ser descubiertos por el enemigo. Por doquier, hasta las mismas orillas se extienden trincheras, blindajes y zanjas antitanque. Junto a las en otros tiempos animadas y ruidosas travesías en donde se agolpaba indolentemente la muchedumbre, por donde pasaban chirriando los carros cargados de melones y sandías, desde donde los muchachos lanzaban sus anzuelos, se ven ahora baterías antiaéreas, ametralladoras, refugios y unos camiones camuflados que esperan su turno para pasar. La guerra ha llegado al Volga. En ninguna parte han resonado las descargas de la artillería como en las llanuras del Volga. El tronar de los cañonazos, sin obstáculos que lo amortigüen, reforzado por el eco, retumba potente, elevándose desde la tierra hasta el cielo y descendiendo de nuevo del cielo a la tierra. Este horrísono estruendo recuerda a la gente que la guerra ha entrado en una fase decisiva, que continuar retrocediendo es imposible, que el Volga es la línea principal de nuestra defensa. Y por las noches, en las aldeas del Volga, todas las viejas cuentan la misma historia de un general alemán prisionero, que dijo a los soldados que le capturaron: «Yo había recibido esta orden: ocupar Stalingrado y cruzar el Volga. Si no ocupamos Stalingrado, no nos quedará otro remedio que retirarnos a nuestras fronteras, pues entonces nos será imposible sostenernos en Rusia». Huelga decir que es una fábula, pero en ella, como en todas las leyendas del imaginario popular, hay más verdad que en muchas crónicas, y este pensamiento sobre el Volga y Stalingrado, sobre la batalla decisiva, inquieta a todos: viejos, mujeres, combatientes de los batallones obreros, tanquistas, aviadores, artilleros.

Furia nazi contra Stalingrado

A finales de agosto los alemanes atacaron Stalingrado desde el aire. Ni una sola vez en toda la guerra habían efectuado un ataque de tal intensidad. El enemigo realizó más de mil vuelos, descargó su furia contra las viviendas, contra los hermosos edificios del centro de la ciudad, contra las bibliotecas, contra la clínica infantil, contra los hospitales, contra las escuelas y centros de enseñanza superior. Un enorme resplandor rojo y una espesa humareda se levantaron sobre Stalingrado, extendiéndose a más de sesenta kilómetros a la orilla del Volga. Una de las más bellas ciudades de la Unión Soviética fue objeto de un bombardeo monstruoso. Los alemanes sabían con certeza que las fábricas más importantes se encontraban ubicadas en los arrabales de la ciudad, pero se ensañaron sobre todo con el centro. Al mismo tiempo que ejecutaba los ataques aéreos, el enemigo intentaba llegar al Volga por el norte de la ciudad. Las columnas de tanques, seguidas de camiones con infantería, amenazaron directamente, durante cierto tiempo, la zona norte de Stalingrado, el sector de la fábrica de tractores. El ataque del enemigo fue rechazado por la unidad antitanque del teniente coronel Gorélik y por la unidad de antiaéreos del teniente coronel Guerman. A su lado se batieron los batallones de obreros de la fábrica de tractores y de la fábrica Barricada, gente entre los cuales había magníficos artilleros, tanquistas y morteristas. Los tanques, los cañones, los morteros entraban en el campo de batalla tan pronto salían de los portones de las fábricas. Aquella noche de fuego las fábricas continuaron trabajando entre el fragor de las explosiones y de las llamas de los incendios. En el transcurso de los dos días de combate al noroeste de Stalingrado, el ejército recibió decenas de tanques y de cañones pesados. Los trabajadores, ingenieros y jefes de taller de las fábricas demostraron tener un coraje admirable. En las páginas de la historia de esta guerra permanecerá imborrable el nombre del alegre y temerario capitán Sarkisián, el primero que se enfrentó a los tanques alemanes con morteros pesados. Como también quedará en la memoria de todos la batería antiaérea del teniente Skakún. Tras haber perdido el contacto con el mando del regimiento, la batería estuvo luchando un día entero contra las fuerzas aéreas y terrestres del enemigo. Fue atacada por aviones en vuelo picado y por tanques pesados. La tierra y el cielo, las llamas y el humo, las atronadoras explosiones de las bombas, el aullido de las granadas y las ráfagas de las ametralladoras, todo se confundía en un espantoso caos acústico. En la batería había muchachas que servían en los aparatos de puntería, en los telémetros y en los puestos de observación, resistiendo junto a sus camaradas artilleros. «Los han aplastado, han acabado con ellos», pensaba el jefe del regimiento cada vez que callaba la batería. Pero otra vez volvía a oírse el fuego acompasado y certero de los antiaéreos. El terrible combate se prolongó durante toda la jornada y sólo a la noche siguiente se presentaron cuatro soldados supervivientes, llevando a su comandante herido. Relataron que mientras duró el combate las jóvenes no bajaron ni una sola vez al refugio, aunque hubo momentos en que parecía imposible no bajar. Y el ataque por sorpresa del enemigo fue rechazado. La situación se estabilizó. Así se abrió la primera página de la epopeya de la defensa de Stalingrado, página escrita con sangre y fuego, con la firmeza de los combatientes, con la valentía de los trabajadores, con el amor a la Patria.

Tierra de victorias rojas

¡La defensa de Tsaritsin y de Stalingrado! Sangrientos combates se desarrollan de nuevo en aquellos lugares donde las tropas rojas defendieron Tsaritsin (cuando derrotaron a la contrarrevolución en 1920). De nuevo en los comunicados se oye nombrar aldeas y poblados célebres durante la defensa de Tsaritsin; las tropas marchan junto a las antiguas trincheras, ahora cubiertas de hierbas, tan bien descritas por los historiadores de la guerra civil; no pocos de los defensores del Tsaritsin rojo –obreros, militantes del Partido, pescadores y campesinos– acuden ahora como voluntarios a defender el Stalingrado rojo.

Llegamos a Stalingrado poco después de un bombardeo. Aún flotaba en algunos sitios el humo del incendio. Un camarada de la ciudad nos mostró su casa reducida a cenizas. «Miren, ahí estaba la habitación de los niños –nos dice. Aquí estaba mi biblioteca, y allí, en ese rincón donde se ven esas tuberías retorcidas, era donde trabajaba, allí estaba mi mesa de despacho». Entre los montones de escombros podían verse las patas retorcidas de las camas de los niños. En los agujeros abiertos por las llamas en los tejados asomaba un cielo claro y sereno. Sobre el edificio del hospital infantil, que lleva el nombre de Lenin, enseñoreaba un águila de piedra con un ala arrancada por la metralla. Los muros y la columnata del destruido Palacio del Deporte estaban cubiertos por el humo del incendio y sobre el fondo de un negro aterciopelado se destacaban deslumbrantes las blancas esculturas de dos jóvenes atletas desnudos. En las ventanas de las casas vacías dormitaban lustrosos gatos siberianos. Las verdes macetas respiraban el aire fresco a través de los cristales rotos. Los chiquillos recogían alrededor del monumento a Jolsunov (Victor Jolsunov, famoso piloto soviético) trozos de metralla y cascotes de granadas antiaéreas. En el tranquilo atardecer, la rosada belleza del ocaso, que penetraba a través de los cientos de cuencas vacías de las ventanas, inundaba el corazón de pesar. En muchos edificios se veían lápidas conmemorativas: «En este edificio el camarada Stalin pronunció un discurso en 1919». «En este edificio estuvo instalado el Estado Mayor de la defensa de Tsaritsin (antiguo nombre de Stalingrado, hoy Volgogrado)» En el bulevar central se levantaba un obelisco con la leyenda: «El proletariado del Tsaritsin rojo a los combatientes de la libertad, caídos en 1919 a manos de los verdugos de Wrangel» (uno de los jefes de la contrarrevolución rusa).

Fortaleza proletaria

Stalingrado vive y vivirá. Imposible quebrantar la voluntad del pueblo que quiere ser libre. Destacamentos de obreros limpian las calles, las chimeneas de las fábricas humean y el cielo está cubierto de las redondas nubecillas de las explosiones de los proyectiles antiaéreos. La gente se ha acostumbrado enseguida a la guerra. Sobre las barcazas que efectúan el transporte de tropas vuelan sin cesar los cazas y bombarderos enemigos. Tabletean las ametralladoras, el fuego de los antiaéreos es incesante, y los marineros, contemplando el cielo, comen jugosas tajadas de sandía. Los muchachos, con las piernas colgando de la borda de las barcazas, observan con mirada atenta los corchos de sus cañas de pescar; una mujer ya entrada en años hace calceta sentada en un banquillo. Cada día marchan al frente nuevos destacamentos de obreros. Stalingrado ha formado las filas de las fortalezas proletarias del país: Tula, Leningrado, Moscú. Estas fortalezas son inexpugnables. Entramos en una casa medio destruida. Sus habitantes están comiendo en mesas hechas de tablas y cajones, los niños soplan en los platos de sopa caliente. Uno de los camaradas militares levanta del suelo un libro medio quemado: «Humillados y ofendidos», lee en alta voz, mira a las mujeres sentadas sobre unos fardos a su alrededor y suspira. Una joven, comprendiendo el hilo de sus pensamientos, se le acerca y dice enfadada: «Esto no tiene nada que ver con nosotros. ¡Hemos sido ofendidos, pero no humillados! ¡Nosotros nunca seremos humillados!».

Por la noche deambulamos por las calles. En el cielo se oye el runrún de los motores. En silencio se entrecruzan los rayos de nuestros reflectores con los de los alemanes. Las rectas calles y las desiertas y anchas plazas presentan un aspecto solemne. Resuenan los fusiles de las patrullas. Los tanques se mueven con fragor y los tanquistas vigilan con atención las calles. La infantería marcha con paso rotundo y firme por el asfalto. Los rostros de los combatientes están pensativos y concentrados. Por la mañana habrá combate. Combate por el Volga, por Stalingrado. Recordamos todo el largo camino recorrido; de nuevo aparece ante nosotros la solemne y recogida Yásnaia Poliana, las abejas revoloteando sobre la tumba de Tolstói, el noble y fiel trabajo de las campesinas en los inmensos campos de la zona del frente, el Krasívaia Mechá a la luz de la luna, los cuentos de las viejas sobre el alemán prisionero que ha dicho: «Si no ocupamos Stalingrado, no nos quedará otro remedio que retirarnos a nuestras fronteras», el tronar de los cañones sobre el Volga, la estatua de bronce del piloto Jolsunov y los marineros que contemplan el cielo en la travesía del Volga. Es amargo tener que combatir en el Volga. Pero no sólo debemos pensar en su defensa. Aquí, en el Volga, debe decidirse la suerte de la Gran Guerra por la Libertad. ¡Que caiga sobre el enemigo la espada de la victoria, forjada en las duras pruebas! Y las tropas pasan y pasan por las oscuras calles. Los hombres marchan con rostro pensativo. Estos hombres serán dignos de su excelso pasado, de la Revolución, de aquellos que cayeron defendiendo el Tsaritsin rojo contra el ejército blanco. Estos hombres son dignos del amor de la laboriosa mujer rusa, no pueden perder su estimación.

Vasili Grossman, Stalingrado, 5 de septiembre de 1942

En el frente de Stalingrado

El 6 de agosto, el coronel general Andréi Yeremenko asumió el mando de las tropas del frente de Stalingrado. Aquellos fueron días duros y terribles. Un sol inclemente abrasaba la estepa: su ancha y turbia faz estaba velada por una nube de polvo liviano y seco. Ese polvo, levantado por millares de botas de soldados, por las ruedas de los carros y las orugas de los tanques y tractores, se elevaba alto, muy alto, y parecía que el despejado cielo se hubiera cubierto de una capa de plomo.

Los ejércitos se replegaban. Los hombres marchaban taciturnos. El polvo cubría su vestimenta, sus armas, se posaba en los cañones, en las lonas que cubrían las cajas de los documentos de los Estados Mayores, en las negras y esmaltadas tapas de las máquinas de escribir, en las maletas, los sacos y los fusiles caóticamente amontonados en los carros. Ese polvo seco y grisáceo penetraba en la nariz y en la garganta. Los labios, resecos, se agrietaban. Ese polvo penetraba en las almas y en los corazones, sembraba inquietud en los ojos de las gentes, circulaba por las arterias y venas y, por él, la sangre de los combatientes se tornaba gris. Era un polvo horrible: el polvo de la retirada. Corroía la fe, apagaba el fuego del corazón, se alzaba turbio ante los ojos del artillero y del infante. Había momentos en que los hombres, presa de angustiosos sentimientos, se olvidaban del deber, de su fuerza, de sus terribles armas. Los tanques alemanes avanzaban con estrépito por los caminos. Día y noche se cernían sobre las travesías del Don los aviones alemanes de bombardeo en picado; a poca altura de los trenes de campaña pasaban raudos los Messer con un estridente silbido. Humo, fuego, polvo, bochorno…

Había momentos en que a la gente le parecía que en aquel aire caliente que ellos aspiraban con los labios resecos no había oxígeno y que se asfixiarían en el polvo áspero y gris. Aquellos días, los rostros de los combatientes que marchaban por los caminos estaban tan lívidos como los de los heridos que yacían en los trepidantes camiones. Aquellos días, los que marchaban arma al hombro sentían deseos de gemir y lamentarse como los que yacían, cubiertos de vendas sucias y ensangrentadas, sobre la paja en alguna aldea, esperando las ambulancias. El gran ejército del gran pueblo se retiraba.

A la batalla final

Los primeros trenes de campaña del ejército en retirada entraron en Stalingrado. Por las alegres calles de la ciudad, junto a las lunas de los escaparates, junto a los quioscos pintados de azul que vendían refrescos de frutas, junto a las librerías y tiendas de juguetes, pasaban camiones llenos de heridos con rostro demacrado, coches de campaña con los guardabarros abollados, cajas agujereadas por las balas y la metralla, pequeños coches Emka con los parabrisas rajados por los impactos de las balas, coches con greñas colgantes de heno y maleza, coches cubiertos del polvo y del lodo de los caminos de la guerra. Y el aliento de la guerra quemó la ciudad, irrumpió en ella.

Un sello de inquietud apareció en el rostro de los habitantes de la ciudad. Parecía que todo era como antes y, sin embargo, todo había cambiado. Sólo las potentes fábricas continuaban vomitando negro humo. La industria de Stalingrado trabajaba día y noche. La fábrica Barricada y la de tractores se transformaron en el arsenal del frente de Stalingrado. Y a relevar a los caídos en la lucha cruenta y desigual, a relevar a los que habían muerto en Kotémikovo y Klétskaia, a relevar a los desaparecidos en las travesías fluviales, noche tras noche se dirigían al frente regimientos de artillería y batallones de tanques creados por el grandioso esfuerzo de nuestros obreros.

La guerra galopaba frenéticamente hacia Stalingrado. La ciudad se preparaba para convertirse en escenario de la guerra. Los Estados Mayores planeaban la defensa. Los cruces de las calles o los parques de la ciudad, en los que antes solían citarse los enamorados, eran marcados como posiciones tácticas ventajosas o, por el contrario, arriesgadas, con campo visual completo o limitado, expuestas más o menos al fuego, capaces de asegurar los flancos o reforzar el centro. La guerra llamó a las puertas de Stalingrado. Y aquellos entrañables caminos esteparios cubiertos de guindos silvestres, los barrancos, las colinas que aún conservaban los nombres que les habían puesto los bisabuelos se transformaron en vías de comunicación; el terreno accidentado, en cotas: la ciento dos/cero, la ciento veintiocho/seis, la ciento treinta/cinco.

El mando alemán creía ciegamente en la fuerza del poderoso ariete concentrado en el eje del golpe principal. Creía que no existía en el mundo una fuerza capaz de enfrentarse con el cuerpo de aviación del coronel general Richthofen, con los tanques y la infantería de Von Bock. Los alemanes avanzaban hacia el Volga y Stalingrado; los alemanes se acercaban cada vez más a la ciudad, abriéndose paso por el sur desde Tsimliánskaia y Kotémikovo y por el noroeste desde Klétskaia. A los alemanes les parecía que la toma de Stalingrado y la salida al Volga eran problemas ya resueltos. Calculaban el plazo de un modo muy simple: tomaban la distancia que quedaba por recorrer y la dividían por el término medio de kilómetros que avanzaban a diario. Realizado este simple cálculo aritmético, Hitler anunció al mundo el día de la toma de Stalingrado.

Precisamente en aquellos graves días de la retirada de agosto llegó a la región de las aldeas incendiadas, a la región del humo, del fuego, del polvo seco y caliente, mientras en el aire turbio no se acallaba el ruido de los motores de las escuadras aéreas del coronel general Richthofen y la estepa entre el Don y el Volga se hundía bajo el peso de las columnas de tanques, de las divisiones de infantería y de los regimientos de artillería al mando de Von Bock, a esa región antes pacífica que se había transformado en infierno llegó el jefe del nuevo frente de Stalingrado.

Los alemanes, que pensaban sólo en cifras, suponían que aquel infierno humeante que habían creado no podía engendrar más que pánico, debilidad, apatía, falta de fe en un buen desenlace de la guerra para los rusos. Se frotaban ya las manos de satisfacción, pensando en que después de una continua retirada y de haber sufrido tantísimas pérdidas, allí, en las estepas donde vagan los camellos, cerca del desierto, los rusos, anonadados por sus reveses, no opondrían una seria resistencia ni defenderían la ciudad que se encontraba sobre la orilla alta y abrupta, teniendo a sus espaldas el kilómetro y medio de la anchura del Volga. En efecto, los rusos sabían que a sus espaldas se encontraba un río ancho y de curso veloz, pero también sabían que precisamente allí se decidiría el destino de Rusia.

Después de los sangrientos combates librados a orillas del Donetsk septentrional, del Oskol y del Don, las tropas rusas llegaron extenuadas a las puertas de la ciudad del Volga; pero no había fuerza en el mundo capaz de hacerles retroceder un paso más. ¿Cómo se creó, cómo surgió aquella firmeza? ¿De dónde brotó aquella fuente que llenó de energía a los hombres al borde de la escarpada ribera del Volga?

Los alemanes esperaban que su ariete avanzaría de acuerdo con las leyes de la progresión aritmética. Habían comprobado dichas leyes en Polonia y Holanda, en Francia y Bélgica, en Yugoslavia y Grecia, donde, al quinto día, las columnas alemanas marchaban con una rapidez dos veces mayor que el primer día, y al décimo día, dos veces mayor que al quinto. En Europa, los alemanes marchaban como un alud de las montañas, pero en los accesos de Stalingrado lo hacían como un carro que sube una empinada cuesta pedregosa.

«¡Ataque como un buitre!»

Y ahora quiero hablar de la cosa más maravillosa, basado en una gran fe en la fuerza del pueblo y en su amor a la libertad.

El coronel general Yerémenko es un cincuentón grueso, robusto, en el cual la falta de agilidad en los movimientos debida a la gordura se compagina con la ligereza y la rapidez. Cuando Yerémenko se cala las gafas para leer un documento o mirar en el mapa, se parece a un maestro de provincia que se recreara leyendo un libro en la escuela después de clase. Pero cuando empuña repentinamente el auricular del teléfono para decir al jefe de artillería: «¡Intensifique el fuego! ¡Ataque como un buitre, como un buitre, sin darle tregua al enemigo!», cuando con frases rápidas y concisas ordena trasladar varios regimientos de artillería de un sector del frente a otro, cuando manda que los antiaéreos abran fuego por sorpresa contra los aviones de transporte alemanes descubiertos en su ruta por la despoblada estepa, se siente y se ve que Yerémenko no es solamente el general de la defensa firme, granítica, sino también el de la maniobra ofensiva súbita y veloz. El coronel general Yerémenko es un hombre de gran experiencia militar, que conoce la dura vida del soldado porque él mismo, en 1914, se lanzaba al ataque con la bayoneta calada y él mismo aniquiló a veintidós alemanes. Es un soldado convertido en general. Y cuando está dirigiendo una operación militar compleja, escuchando un informe o dando órdenes rápidas y breves, cuando conversa con algún general cuyas tropas han irrumpido en las trincheras enemigas y ordena a la aviación del frente que despegue hacia el combate, cuando de pronto descuelga el auricular y dice en tono enfadado: «¡Apresuraos, apresuraos a traer botas de fieltro!», uno comprende que para él la guerra es la realidad suprema de la vida, exenta por completo de ilusiones románticas.

– ¿Quién quiere morir? –me preguntó con una risilla típica de su edad, y él mismo repuso: Nadie. Para Yeremenko, la guerra es la continuación de la vida, es la vida cotidiana. Las leyes de la guerra son leyes de la vida. No existen en ella los misterios kantianos de las «cosas en sí». Yeremenko valora a los soldados y a los generales con sencillez y sobriedad prácticas. Conoce las normas de conducta en la vida y en el trabajo de un padre de familia numerosa, que tiene la costumbre de quejarse de dolor de riñones, lo mismo que las de un jovenzuelo vehemente que no está acostumbrado a sopesar sus acciones.

La fuerza del Ejército Rojo

– La mejor edad del soldado es entre los veinticinco y los treinta años –asegura Yeremenko. A esa edad no se manifiesta aún el deseo de servir en el tren de campaña, no se piensa de continuo en la familia y ya se ha atenuado el ardor juvenil. Al combatir, el soldado necesita no sólo fundarse en su valentía; también debe valerse de la experiencia, la sensatez y la astucia que aporta la vida. Yeremenko conoce las vicisitudes de la guerra, por experiencia y por sus muchos años de labor militar. Él, uno de los organizadores de la defensa de Smolensk (en la Rusia occidental, a orillas del río Dniéper), se encontró en más de una ocasión con las fuerzas principales del enemigo y, por primera vez durante la Gran Guerra, vio quebrarse los planes de los alemanes, alterarse los ritmos y confundirse los caminos de avance de las columnas de tanques y soldados alemanes, que parecían infalibles. En ello reconoció la fuerza de nuestra defensa. Comprobó la fuerza de nuestra ofensiva cuando las tropas del frente de Kalinin que se hallaban bajo su mando rompieron las líneas del enemigo, ocuparon Peno, Andreapol y Toropets, y llegaron a las puertas de Vítebsk (noreste de Bielorrusia). Pero también conoció la amargura de los reveses y la fuerza traidora del enemigo durante la ruptura del frente por los alemanes en la dirección Briansk-Orel (380 km al suroeste de Moscú).

Conocía las veleidades de la fortuna militar, las eventualidades de la guerra y no consideraba aún derrotados a los alemanes en el período de nuestros grandes éxitos. A la grandiosa epopeya de la defensa de Stalingrado le precedieron combates extraordinariamente enconados y heroicos en las estepas del sur de la ciudad. Al principio, los alemanes calculaban que desde allí se abrirían paso hasta la cuidad, pero fue allí donde tropezaron con un muro de resistencia férrea. Las tropas del general Mijaíl Shumilov rechazaban la presión del enemigo en una estepa llana, donde los alemanes podían desplegar ampliamente sus fuerzas, su aviación y sus agrupaciones de tanques. Allí, la guerra no se parecía en absoluto a la que se desarrolló después en las calles y plazas de Stalingrado. Parecía diferenciarse como la noche del día de los combates que se libraron en las calles de dicha ciudad. Pero aquí, en la estepa desierta, se manifestaron por primera vez las notables cualidades –la firmeza y el sublime espíritu de sacrificio– que caracterizaron más tarde todos los combates por Stalingrado. Aquí, en la estepa, todo era distinto que en la ciudad. Aquí acontecían sucesos sorprendentes que, al parecer, no guardaban ninguna relación con la lucha por la ciudad. Aquí, cierta vez, un centinela divisó a una liebre metiéndose en un campo minado que él vigilaba. Acto seguido, un zorro marrón grisáceo, con su espesa cola erguida, se lanzó en persecución de la liebre metiéndose también en el sector minado. El centinela vio cómo los dos animalillos –el perseguidor y el perseguido– volaron al tropezar con las minas. Quiso acercarse a ellos, pero también cayó gravemente herido por los cascotes de una mina que estalló al roce de su bota. Mientras tanto, rodeando el campo minado, que había sido descubierto, aparecieron unos tanques alemanes en el extremo opuesto. El centinela herido hizo unos disparos de fusil para avisar a sus compañeros de la presencia del enemigo. Aquí, en la estepa, comenzó la batalla por Stalingrado. Aquí, los encargados de los cañones antitanque del sargento Apanásenko y de Kirill Guetman rechazaron los ataques de treinta tanques pesados. Aquí escribió su juramento, antes del asalto de un apeadero ferroviario ocupado por los alemanes, el obrero de la cuenca del Donetsk, Liájov. Aquí, en la estepa, pelearon los tanques KV del coronel Bubnov; pelearon de tal manera que hasta el día de hoy oímos hablar a diario de la maravillosa e invencible brigada de Bubnov. Aquí asaltaron una cota veinticinco combatientes de la Guardia de la unidad del coronel Denisenko; al quedar quince, echaron cuerpo a tierra por unos instantes y reanudaron el ataque; volvieron a tumbarse cuando quedaron seis y prosiguieron su avance; otra vez buscaron el amparo de la tierra cuando quedaban tres y otra vez se levantaron ansiosos de estrangular al enemigo. Era tal la fuerza de aquellos hombres, que el último sobreviviente de los veinticinco siguió adelante, llegó a la cumbre y abrió fuego de ametralladora contra el enemigo, resguardado tras un tanque alemán incendiado.

El indomable general Vasili Chuikov

Aquí, en la estepa, los alemanes no lograron abrirse paso hasta la ciudad desde el sur. Entonces concentraron todas sus fuerzas en el recodo del Don, rompieron nuestra defensa en el caserío Vertiachi y llegaron, con una columna de tanques, al extremo norte de la ciudad, donde se encuentra la fábrica de tractores. Esto aconteció el 23 de agosto de 1942.

El plan de los alemanes presuponía la ocupación inmediata de las fábricas, de los puntos de travesía del río y, hacia el 25 de agosto, dominar por completo la ciudad de Stalingrado. Fue en aquel preciso momento cuando las fuerzas alemanas concentradas en el eje del golpe principal chocaron, cuerpo a cuerpo, con nuestro 62.º ejército. Comenzó la gran batalla, cuyo curso seguían todos los pueblos del mundo con la respiración en suspenso. El teniente general Vasili Chuikov fue quien asumió el mando del 62.º ejército en los momentos más decisivos de la batalla de Stalingrado. Chuikov se presentó en el puesto de mando del jefe del frente, instalado en un profundo sótano en el extremo oeste del Stalingrado en llamas. Desconocemos lo que Yerémenko le dijo a Chuikov al encomendarle esa dura labor. Aquella conversación quedó entre ellos dos. El jefe del frente conocía a Chuikov desde hacía muchos años; le conocía por su participación en las maniobras militares de tiempos de paz y en las de la Gran Guerra. Conocía su valor, su indomable energía, su inquebrantable firmeza. Una vez marcado un objetivo, Chuikov no retrocedía. «Es un hombre que no se deja llevar por el pánico», decía el jefe del frente. Grandiosa y dura fue la tarea que le tocó en suerte al general Chuikov. Pero su lema y el de sus ayudantes, Górojov, Rodímtsev, Gúriev, Gúrtiev y Batiuk, fue siempre «¡Resistir hasta la muerte!». Y demostraron su fidelidad a este lema en las inauditas pruebas a que se vieron sometidos en la batalla de Stalingrado. Lealtad a este lema demostraron los jefes de los regimientos y batallones, de las secciones y de los pelotones de las unidades que combatieron en Stalingrado. Lealtad a este severo y noble lema demostraron muchos millares de soldados que no retrocedieron ni un solo paso de la línea de defensa que ocupaban.

El general Chuikov y sus ayudantes compartían con los soldados todas las dificultades de la lucha. En Stalingrado no existía una zona militar escalonada en profundidad. La ciudad que como una estrecha franja se extendía a lo largo de unos sesenta kilómetros a orillas del Volga, no tenía zonas de retaguardia ni avanzadillas. El Stalingrado reducido a un montón de cenizas y escombros se trocó en ciudad-frente, ciudad-trinchera, ciudad-blindaje. Y en aquella trinchera en que día y noche se oía el estrépito de los disparos y de las explosiones, entre las llamas de los incendios y el rugido de los bombarderos alemanes, se hallaban el jefe del ejército teniente general Chuikov, los generales y coroneles, jefes de las divisiones y los soldados tiradores de automáticos, los zapadores, los antitanquistas, los artilleros y los infantes. Cien días y cien noches trabajaron en ese infierno Chuikov y sus ayudantes. En ese infierno transcurría la puntual, acompasada e intensa labor de sus Estados Mayores; en ese infierno se trazaban los planes de las operaciones, se reunían consejos de oficiales, se adoptaban las decisiones, se escribía y firmaban las órdenes de combate.

Organismo íntegro, perfecto, poderoso

Al chocar con la extraordinaria firmeza del 62.º ejército, los alemanes comprendieron que si emprendían un ataque simultáneo en todo el frente, no tomarían Stalingrado. Por ello, decidieron descoyuntar nuestra línea de defensa, clavar cuñas en las posiciones del 62.º ejército y partirlo de la misma manera que se parte un tronco con ayuda de cuñas cuando éste se resiste a los pesados golpes del hacha. Merced a esfuerzos fenomenales y a incontables pérdidas, los alemanes lograron hincar en tres lugares el filo de sus cuñas dirigidas hacia el Volga. Pensaban que tenían que vérselas con un cuerpo de estructura parecida a la de la madera, y que las cuñas hendidas partirían el 62.º ejército. Pero se equivocaron. Con las cuñas clavadas en su carne el 62.º ejército seguía, como antes, unido, subordinado a la voluntad de su jefe, indestructible, indivisible, completamente entero. Y eso les parecía un milagro: ¡un ejército que se encontraba aislado de los servicios de retaguardia por el Volga caudaloso y otoñal, un ejército en el que habían penetrado tres afiladas cuñas alemanas… ese ejército continuaba luchando como un organismo íntegro, perfecto y poderoso!

¿Cómo se puede explicar este milagro? Los alemanes se habían equivocado. No comprendieron ni pudieron establecer la estructura orgánica, interior, del 62.º ejército. Pensaban que se trataba de madera, pero lo que tenían ante sí era acero de alta calidad, acero formado de cristalillos microscópicos, ligados por las potentes fuerzas de la cohesión molecular. ¡Cada uno de esos cristales era acero! ¡Y no hay, no ha habido ni podía haber en el mundo una cuña capaz de partir ese acero!

El prolongado repliegue no había desmoralizado a nuestras tropas, como esperaban los alemanes. En el polvo de los caminos esteparios, en el resplandor de las llamas que devoraban las aldeas crecía la amargura, crecía la ira, crecía la voluntad de morir pero no someterse a la violencia, a la tenebrosa fuerza de los esclavizadores e invasores alemanes. Este severo sentimiento se hizo común en todos los hombres del frente, desde el jefe supremo hasta el último soldado. Y este sentimiento era la base de la defensa de Stalingrado.

Tanto los oficiales como los soldados comprendían la gran responsabilidad que había recaído sobre ellos por el destino de su pueblo. Esta conciencia de que estaba impregnada toda la vida espiritual del 62.º ejército se manifestó en aquellas ocasiones en que soldados, cabos y sargentos, aislados a veces durante varios días de los puestos de mando, se hacían cargo ellos mismos de la dirección de sus unidades defendiendo hábil, astuta y sensatamente los puntos de apoyo, los blindajes y los edificios fortificados. Esta conciencia, en momentos graves y decisivos, transformaba a los soldados en jefes, privaba a los alemanes de la posibilidad de obstaculizar la dirección del combate, creaba una unidad monolítica.

La moral superior de los patriotas

Los hombres que combatieron en las filas del 62.º ejército ingresaron en la gran hermandad de la defensa de Stalingrado. Esta hermandad, más fuerte que los lazos familiares, unió a hombres de diversa edad y de diversas nacionalidades. Como símbolo de esta hermandad tengo hoy ante mis ojos la imagen de tres heridos que se dirigían con paso lento y trabajoso al puesto sanitario de urgencia. Anegados en sangre, marchaban abrazados, tambaleantes por la debilidad, y se detenían a cada paso. Y cuando uno de ellos perdía las fuerzas, los dos restantes casi le llevaban a cuestas.

– ¿Son paisanos? –les pregunté.

– No. Somos de Stalingrado –repuso con voz ronca y débil el soldado ciego que marchaba en el centro, con los ojos vendados con una gasa sucia y ensangrentada. Fuerza grande y unificadora para aquellos hombres del 62.º ejército fue la fe mutua, sellada con sangre, que nació en los combates por Stalingrado.

– El primero y más importante de los principios del arte militar sobre el que yo me baso es la preocupación constante e infatigable por las tropas –afirmaba el general Yeremenko. Ante todo, es preciso colocar a nuestras tropas en condiciones más ventajosas que las del enemigo, conocer constantemente al adversario, preocuparse del suministro normal de municiones, equipos, ropas. Yeremenko sonrió picarescamente y añadió con sencillez campechana: “Bueno, y que no falte algo caliente y nutritivo para comer”. Esta constante preocupación, esta solicitud paternal la sintieron todas las tropas del frente. La sintió el teniente general Chuikov, jefe del 62.º ejército, en los momentos más duros del combate, al recibir unas cartas breves y animadoras del jefe del frente y el potente apoyo de la artillería que se encontraba a disposición del mismo. Esta preocupación constante la conoció muy bien el coronel S.F Górojov, que se encontraba en el flanco derecho del 62.º ejército. Durante más de dos meses, sus tropas permanecieron aisladas de las vías de comunicación de la orilla derecha por dos cuñas alemanas. Comprimidas contra la orilla del Volga, se sostenían sobre un palmo de tierra. Y durante esos dos meses, en momentos de tensión sobrehumana, ¡cuántas veces oyó Górojov aquella voz tranquila y amistosa, cuántas veces recibió breves saludos y el apoyo de la potente artillería de largo alcance y de los morteros de la Guardia!

En todo el frente de Stalingrado había una fe mutua, desde el jefe del frente hasta el último soldado. Y su más sencilla expresión fueron las palabras de un soldado, dirigidas al coronel general:

– Hace mucho tiempo que le conozco, mi general. En el Lejano Oriente estuve sirviendo a sus órdenes. Los soldados conocen al coronel general. Pero también él conoce bien a sus soldados. Siempre habla con gran respeto y cariño de los combatientes del frente de Stalingrado.

– Aquí, en Stalingrado –dice– nuestro soldado rojo ha demostrado toda la fuerza y la madurez espiritual del pueblo ruso.

Llegó el día de la ofensiva

El enemigo no logró romper nuestra defensa de Stalingrado, la fuerte estructura del 62.º ejército no cedió a la monstruosa presión del ariete alemán. Las poderosas fuerzas de cohesión que unen los cristales del acero demostraron ser más eficaces que el mal que venció a Europa.

El 62.º ejército resistió y triunfó. ¡Llegó el día en que el general Chuikov y sus ayudantes Rodímtsev, Górojov, Gúrtiev y Gúriev ordenaron abrir fuego contra las tropas alemanas que se encontraban cercadas en el sector de Stalingrado! Llegó el día en que el 62.º ejército pasó de la defensa al asalto y participó en la ofensiva de Stalingrado. La ofensiva, cuyo plan se gestó en los calurosos y polvorientos días de agosto, en las duras y sofocantes noches en que hasta el Volga llegaba el reflejo de los incendios de las orillas del Don, en que las llamas de Stalingrado encendían de odio los corazones de los soldados rojos, ¡esa ofensiva se realizó! Ha quedado atrás la primera etapa de la batalla de Stalingrado, la batalla en la ciudad; la batalla durante la cual los obreros, al salir del recinto de los talleres para descansar, veían cómo los tanques alemanes rebasaban la colina y se dirigían a atacar nuestras líneas; la batalla durante la cual las lanchas blindadas de la flotilla del Volga entablaron combate con los tanques alemanes que aparecían en los muelles de Stalingrado; la batalla que se alzó con potentes alas sobre la estepa. ¡Tales cien días no había conocido el mundo! Allí en la estepa, las liebres, enloquecidas por el estruendo, se cobijaban en las trincheras de nuestros combatientes. Y los antitanquistas, acariciando los animalillos temblorosos, les decían:

– ¡No tengas miedo, no permitiremos que los alemanes lleguen hasta aquí!

La primera etapa de esta batalla ha terminado. El coronel general Yerémenko está acostado en su cama de campaña, con su pierna herida sobre una almohada, e intercambia breves frases por teléfono con los jefes de los ejércitos. El centro de los combates de Stalingrado se ha trasladado de las sombrías ruinas, de los estrechos callejones obstruidos por montañas de ladrillos, de los talleres fabriles a la vasta extensión de las estepas del Volga. ¡Sí, la primera etapa de la grandiosa batalla de Stalingrado ha terminado! Sus participantes esperan la merecida recompensa. Los coroneles Gúrtiev, Górojov y Saráiev han sido ascendidos a generales.

Millares de soldados y jefes han recibido condecoraciones.

Pero yo quisiera hablar de la mayor recompensa que se han ganado todos los soldados y jefes del frente de Stalingrado: el gran agradecimiento del pueblo.

En un recodo del Volga, cerca de una fábrica de Stalingrado, había una barcaza aprisionada por los hielos. En su bodega vivían seiscientos obreros con sus mujeres, madres e hijos que esperaban ser evacuados a la región del Transvolga. Cierta noche oscura y fría, en la bodega entró un hombre. Pasó entre los ancianos obreros de rostros sombríos, sumidos en tristes pensamientos. Pasó junto a las ancianas que guardaban un apesadumbrado silencio; pasó junto a una joven con huellas de sufrimiento en el semblante, que el día anterior había dado a luz un hijo sobre el húmedo entablado de la bodega; pasó junto a niños que dormían sobre un montón de bultos. Se acercó a la lamparilla y se puso a leer en voz alta: «Días atrás, nuestras tropas, que se encontraban en los accesos a Stalingrado, pasaron a la ofensiva contra las hordas fascistas alemanas…».

Y –¡oh, milagro!– parecía que el viento libre del Volga hubiese penetrado repentinamente en aquel antro sombrío y asfixiante. La gente lloraba. Lloraban las mujeres, lloraban los severos maestros metalúrgicos, lloraban los taciturnos y canosos ancianos. ¡Sean esas lágrimas de agradecimiento la gran recompensa del pueblo para quienes llevaron sobre sus espaldas el horrible peso de la defensa de Stalingrado, para quienes con su sangre defendieron Stalingrado!

Diciembre de 1942

43 Aniversario

Radio Segovia, La Poderosa del Norte.

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