Por Jorge Eduardo Arellano
El 24 de febrero de 1821 se firmó en México, entre Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero, el Plan de Iguala o de Las tres garantías que llevaría a los criollos guatemaltecos a entenderse con el último representante de la monarquía española, Gabino Gainza, para proclamar la Independencia en esos términos. Por ello tiene razón Salomón de la Selva cuando afirma: «Si era cierto que la Independencia fue base, y no solamente estímulo, para que esas provincias (las del antiguo Reino de Guatemala) se declarasen, a su vez, libres y soberanas, desvinculadas de España, lo que se discutía (mucho antes del 15 de septiembre) era si debían agregarse o no a México».
¿Qué sucedió el 15 de septiembre de 1821 en la Sala de la Real Audiencia de la ciudad de Guatemala? Una reunión integrada por todos los miembros de las instituciones y autoridades de la capital: la Audiencia y la Diputación Provincial, el Cabildo Eclesiástico y la Guarnición, el Ayuntamiento y el Real Consulado de Comercio, entre otras, convocada al día anterior por el Capitán General y presidente de la Audiencia Gabino Gaínza. ¿Con qué fin? Para plantear, aparentemente, el problema de la independencia del Reino, en vista de la proclamación del estado de Chiapas ya adherido al Plan de Iguala, fundamento del recién formado imperio mexicano de Iturbide. Pero, en el fondo, proclamar la independencia como Chiapas, es decir: con anexión a México, al Imperio de Iturbide, quien proponía como Emperador al propio Fernando VII, o a otro miembro de la familia reinante en España, en su Plan de Iguala.
Pues bien, al acto de esa fecha memorable asistieron dos bandos: unos pocos que se oponían a la independencia (altos funcionarios y eclesiásticos obstinados, más algunos comerciantes españoles monopolistas) y la mayoría que la consideraban impostergable y habían llegado a proclamarla siguiendo la orientación monárquica del Plan de Iguala, como algunos eclesiásticos importantes (sobre todo el canónigo José María Castilla) y los miembros criollos del Ayuntamiento. En el primer bando figuraba el arzobispo Ramón Cassaus y Torres —quien la rechazaba rotundamente— y José Cecilio del Valle, partidario de una postergación para que se pudiese consultar a las provincias. Por su parte, al segundo bando pertenecía el propio Gainza. Este encabezaba la línea criolla, la concepción independentista oficial: planeada previamente por peninsulares y españoles americanos, predominaba entre las autoridades civiles, militares y eclesiásticas ya referidas.
La presión del tercer bando no invitado
Sin embargo, un tercer bando —que no estaba invita- do— presionó a última hora para que se variase de criterio y las mismas autoridades tuvieron que proclamar la independencia tal como la concebían los liberales: sin anexión, o sea: en forma absoluta. Ante la exigencia de la plebe, acaudillada por elementos de la capa media alta urbana que no se habían comprometido en Belén —el doctor Pedro Molina y su esposa Dolores— la actitud de los criollos tuvo que ceder.
«El pueblo —refiere un testigo del acontecimiento: Alejandro Marure— no abandonó el salón del palacio en donde se habían reunido las autoridades hasta no hacer que Gainza prestase en mano del Alcalde primero el juramento de independencia absoluta de México y de cualquier otra nación; porque aquel jefe había pre- tendido —sumándose a la línea independentista criolla, aclaramos— jurar adhiriéndonos al plan de Iguala».
De manera que en esta ocasión triunfó la línea independentista de la capa media alta capitalina —de ideología liberal y dirigida por profesionales o intelectuales— apoyada por la plebe. En otras palabras, la discusión del 15 de septiembre de 1821 desembocó en una salida que obstaculizaba —al menos temporalmente— el plan anexionista de los grupos dominantes de la colonia, pero que al fin de cuentas habían decidido proclamarla de esa manera para evitar que las capas medias —tanto la alta como la baja, presentadas inesperadamente al acto como barra exigente— la realizaran por su cuenta. Esas capas urbanas constituían el pueblo a que alude el punto primero del acta de independencia y que prueba la interpretación expuesta: el hecho de que los criollos no tuvieron más remedio que proclamarla «para prevenir las consecuencias que serían temibles en el caso que la proclamase el mismo pueblo».
En resumen: hay que ver la emancipación política de las provincias del antiguo Reino de Guatemala en 1821 como un paso para que los representantes de sus élites —la socioeconómica de los criollos y la intelectual de los liberales— comenzaran a ser sujetos históricos. Y este papel se dio a partir de la existencia de una organización ístmica independiente: la Federación centroamericana. Su entidad predecesora no había constituido sino una larga etapa, aunque fundamental, en la formación de la conciencia de tales élites.
Ahora bien: la élite liberal predominó en la Asamblea Constituyente de la Federación declarando su segunda independencia —tras el período de la anexión a México lograda por los criollos—, el 1° de julio de 1823. Con ella, Centro- américa se desligaba políticamente, y para siempre, «de la antigua España, de México, así como de cualquier potencia, tanto del antiguo como del Nuevo Mundo».
Desde luego, la plebe o clase pobre de mestizos citadinos, intervino en el proceso independentista, como se vio el 15 de septiembre de 1821 en la propia capital del Reino; pero su papel no fue hegemónico. Por otro lado, el sector mayoritario de esas masas —la población indígena explotada— demostró ser indiferente al mismo proceso que le era ajeno. Sus numerosos motines a lo largo del siglo XVIII y del siguiente no tenían ningún objetivo «independentista», sino que eran consecuencia de los abusos y opresiones que recibían del sistema y sus representantes. En realidad, la independencia tuvo un exclusivo carácter urbano: prescindiendo del mundo rural, no resultó otra cosa —como lo señala el historiador guatemalteco Severo Martínez Peláez— que «un asalto a la autoridad imperial radicada en las ciudades, realizado dicho asalto por los grupos cercanos al poder radicados en las mismas ciudades».
En concreto, la significación de lo ocurrido el 15 de septiembre de 1821 en Guatemala implicaba el socavamiento de la autoridad. «De pronto —observa José Coronel Urtecho— se sustituía la autoridad del rey por un conjunto de palabras que carecían de sentido, o lo tenían diferente, para la casi totalidad de la gente de entonces. Súbitamente se dejaba a los pueblos librados a su instinto. Es lo que expresa Batres Jáuregui valiéndose de una anécdota sobrecargada de malicia. En la plaza de Guatemala existía una estatua ecuestre de Carlos IV. Después de la Independencia —dice el autor guatemalteco— los patriotas quitaron al rey y dejaron presidiendo al caballo».