Por Isaac Asimov, breve ensayo escrito en 1980
Perfil biográfico del autor, Isaac Asimov (Edición de un texto publicado por J. M. Sadurní en National Geographic en enero de 2025).
Isaac Asimov es quizá el más famoso autor estadounidense de obras de ficción. Creó las tres leyes de la robótica y algunas de sus predicciones de futuro se han hecho realidad. También es destacable su faceta como divulgador. Escribió sobre matemáticas, astronomía y química, y también sobre historia.
Asimov se atrevió asimismo a hacer algunos vaticinios: en un artículo publicado en 1964, Asimov predijo cómo sería el mundo dentro de 50 años, es decir, en 2014, y acertó en algunas de sus predicciones.
Predijo que mientras realizábamos una llamada telefónica, no sólo oiríamos, sino que también podríamos ver a nuestro interlocutor (lo que hoy conocemos como videollamada). También dijo que, aunque no sería algo muy común, habría robots. Afirmó que existirían aparatos de cocina que prepararían la comida y máquinas de café.
Pronosticó la aparición de coches sin conductor o, como él los llamaba, “vehículos con cerebro de robot”. Pero también avanzó que no toda la población mundial podría tener acceso a estas nuevas tecnologías.
La vida de Isaac Asimov ya empezó siendo una ficción nada más nacer en Petróvichi, una población rural de la antigua Unión Soviética, cerca de la frontera con Bielorrusia. No hay constancia de la fecha exacta de su nacimiento (ni tan siquiera entre su propia familia), ya que se duda entre el 4 de octubre de 1919 y el 2 de enero de 1920. Finalmente, fue el propio Asimov el que adoptó esta última como la fecha oficial de su nacimiento.
Fue hijo de una familia de molineros judíos. Tras superar una neumonía que afectó a otros dieciséis niños, de los cuales no sobrevivió ninguno, Isaac emigró junto a sus padres a Estados Unidos, concretamente a Nueva York, donde la familia se estableció en Brooklyn. Allí su padre abrió varias tiendas en las que vendía caramelos, periódicos y revistas, entre las que se encontraban la conocidas como “Pulp”, unas revistas baratas especializadas en historias de ficción las cuales influirían poderosamente en la posterior obra de Asimov.
Tras ser rechazado en la facultad de Medicina, el joven Isaac decidió hacer un posgrado de química, título que obtuvo en 1941. Tras un breve paso por el ejército, en el que sirvió como químico naval, Asimov empezó a ganar más dinero como escritor que como académico.
En la década de 1940, la carrera literaria de Isaac Asimov se basó principalmente en la publicación de relatos cortos hasta 1950, año en que escribió su primera novela de ciencia ficción: “Un guijarro en el cielo”. La extensa obra literaria de Asimov alcanza su cenit con dos antologías que han marcado este género: “Yo Robot” y “Fundación”.
Más tarde escribió “Bóvedas de acero” (1954), “El sol desnudo” (1957), “Los robots del amanecer” (1983) y “Robots e Imperio” (1985). La trama de esta ambiciosa serie de novelas se sitúa en las primeras décadas del siglo XXI, cuando se inventa el cerebro positrónico, un creación sumamente compleja que Asimov describe como una malla de platino e iridio donde los impulsos cerebrales, equivalentes a las comunicaciones neuronales, se realizan mediante un flujo de positrones.
Es en el interior del cerebro postrónico Asimov insertó sus tres famosas leyes de la robótica, con las que pretendió normalizar la relación entre el ser humano y los robots:
1. Un robot no puede dañar a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sea dañado.
2. Un robot debe obedecer las órdenes dadas por un ser humano, excepto cuando tales órdenes entren en conflicto con la Primera Ley.
3. Un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.
Estas tres leyes suponen una protección para el ser humano ante una criatura que es mucho más fuerte y superior. El robot es incapaz de escapar del margen establecido por su programación, que le impide el acceso a la imaginación, hecho en el que radica la diferencia fundamental entre el humano y la máquina que ha creado.
El estilo narrativo de Asimov es sumamente sencillo, y a pesar de tener una estructura literaria compleja, apenas tiene descripciones detalladas, prefiriendo dejar espacio para el diálogo. La rapidez con la que podía escribir le permitió crear verdaderas obras maestras.
Las circunstancias que rodearon la muerte de Isaac Asimov también son dignas de una novela. El 7 de abril de 1992, The New York Times publicó la muerte del escritor a consecuencia de una fallo cardíaco y renal, según informó su hermano Stanley.
Diez años más tarde se supo cuáles habían sido los motivos reales de su muerte. A consecuencia de una transfusión de sangre recibida en una operación en 1983, Isaac Asimov contrajo el virus VIH. Cuando fue descubierta la fatal infección, sus médicos insistieron en no hacer pública la información debido al prejuicio que se tenía entonces contra los infectados por esa terrible enfermedad, que en esos años se creía que supuestamente solo contraían las prostitutas y los homosexuales.
El siguiente es el texto completo de su breve ensayo escrito en 1980, «Culto a la ignorania»
Es difícil discrepar con esa vieja sentencia que justifica la libertad de prensa: “la gente de Estados Unidos tiene derecho a saber”. Casi parece una crueldad tener la ingenuidad de preguntar “¿Derecho a saber qué? ¿Ciencias? ¿Matemáticas? ¿Economía? ¿Lenguas extranjeras?”.
Nada de lo mencionado, por supuesto. De hecho, uno bien podría suponer que el sentir popular es que los estadounidenses están mucho mejor sin esas “menudencias”.
En Estados Unidos hay un culto a la ignorancia, y siempre lo ha habido. El anti intelectualismo ha sido esa constante que ha ido permeando nuestra vida política y cultural, amparado por la falsa premisa de que democracia quiere decir que “mi ignorancia vale tanto como tu saber”.
Habitualmente, los políticos se han esmerado en hablar la lengua de Shakespeare y Milton lo más antigramaticalmente que han podido, tratando así de evitar ofender a sus oyentes dándoles la impresión de haber ido al colegio. Así, Adlai Stevenson (abogado, político, gobernador de Illinois entre 1949 y 1953 y diplomático estadounidense; fue en dos ocasiones candidato a la presidencia de Estados Unidos por el Partido Demócrata), que inocentemente dejó entrever cierta cultura e inteligencia en sus discursos, vio como el rebaño de los estadounidenses afluía hacia un candidato a la presidencia que inventó su particular versión de la lengua inglesa y que, desde entonces, no da tregua a los cómicos que lo imitan.
George Wallace (supremacista blanco que fue gobernador de Alabama durante cuatro mandatos), en sus discursos solía hacer leña del “intelectual relamido” y era digno de ver con qué clamores de aprobación respondía a esa expresión su relamido público.
Ahora los oscurantistas tienen una nueva consigna: “¡No confíes en los expertos!”. Hace diez años era “No confíes en nadie que tenga más de 30 años”. Pero los que aireaban tal consigna vieron que la alquimia inevitable del calendario los acabó volviendo a ellos unos treintañeros indignos de confianza, y parece que decidieron no volver a cometer ese error jamás. “¡No confíes en los expertos!” es algo que se puede decir sin ningún peligro. Nada, ni el paso del tiempo ni la exposición a la información, los convertirá en expertos en nada de provecho.
También está en boga otra palabra con la que se da nombre a todo aquel que admira la aptitud, el conocimiento, la cultura y la capacidad, y que desea que se extiendan. De ese tipo de gente decimos que son “elitistas”. Es la palabra más jocosa jamás inventada, ya que los que no pertenecen a la élite intelectual no saben qué es un “elitista” o cómo se pronuncia la palabra. No bien alguien grita “elitista” se hace evidente que dentro de esa persona se esconde un elitista que siente remordimiento por haber ido a la universidad.
De acuerdo, olvidémonos de mi ingenua pregunta. Cuando decimos que la gente de Estados Unidos tiene derecho a saber, no nos referimos a cosas elitistas. Lo que tiene derecho a saber es, vagamente, algo así como “lo que pasa”. La gente de Estados Unidos tiene derecho a saber “lo que pasa” en los tribunales, en el Parlamento, en la Casa Blanca, en los consejos industriales, en las agencias reguladoras, en los sindicatos; ahí donde tienen asiento los poderosos.
Muy bien, estoy de acuerdo. ¿Pero cómo se va a conseguir que la gente sepa todo eso?
Si nos dan libertad de prensa y nos dan periodistas que quieran investigar, que sean independientes y valientes; no cabe duda de que, cuando haya algo importante que saber, la gente lo sabrá.
Claro, ¡siempre y cuando la gente sepa leer!
Resulta que el leer es una de esas cosas elitistas a las que me refería; y una mayoría de estadounidenses, desconfiando como desconfían de los expertos y despreciando como desprecian a los intelectuales relamidos, no sabe leer y no lee.
Naturalmente, el estadounidense medio sabe trazar su firma de una forma más o menos eficaz y entiende los titulares de las noticias deportivas, pero ¿cuántos estadounidenses no elitistas podrían leer, sin excesiva dificultad, unas mil palabras consecutivas en letra menuda, algunas de las cuales podrían llegar a tener tres sílabas?
Es más, la situación empeora. La habilidad lectora está paulatinamente a la baja en los colegios. Las señales de tráfico de las carreteras, que solían ser lecciones prácticas de lectura para principiantes, poco a poco son reemplazadas por pequeños dibujos que tratan de hacerlas más legibles internacionalmente a la vez que sirven de ayuda a los que saben conducir un vehículo pero que, al no ser intelectuales relamidos, no saben leer.
Por otra parte, en los anuncios de televisión se muestran con frecuencia mensajes escritos. Si presta atención, descubrirá que ningún anunciante tiene la menor confianza en que sean leídos por mucha más gente aparte de algún ocasional elitista. Para asegurarse de que el mensaje lo recibe no solo esa minoría culturizada, en el anuncio se repite en voz alta cada palabra escrita.
Siendo así, ¿de qué manera los estadounidenses ejercemos nuestro derecho a saber? Admitiendo que hay publicaciones que hacen esfuerzos sinceros por contarle al público lo que debe saber, preguntémonos cuántas personas realmente las leen.
Hay doscientos millones de estadounidenses que han pisado las aulas en algún momento de sus vidas y que admitirían saber leer (siempre que se proteja su identidad y no se los ponga en evidencia ante sus convecinos), pero la mayoría de publicaciones periódicas decentes consideraría un logro extraordinario alcanzar cifras de circulación de medio millón. Pudiera ser que solo un uno por ciento, o menos, de los estadounidenses tratase de hacer algo con su derecho a saber. Y el que lo intentase podría ser acusado de elitismo.
Sostengo que la frase “los estadounidenses tienen derecho a saber” está vacía de contenido si tenemos una población ignorante, donde el papel que habría de jugar la prensa libre se reduce prácticamente a la nada desde el momento en que apenas hay quien lea.
¿Y qué vamos a hacer?
Podríamos empezar preguntándonos si, después de todo, la ignorancia es tan maravillosa y si tiene algún sentido condenar el “elitismo”.
Creo que cualquier ser humano en posesión de un cerebro físicamente normal es capaz de aprender muchísimo y puede resultar sorprendentemente intelectual. Creo que lo que necesitamos con urgencia es que cultivarse tenga la aprobación y el incentivo de la sociedad.
Todos nosotros podemos formar parte de la elite intelectual. Solo entonces una frase como “derecho a saber” y cualquier idea de democracia genuina tendrán algún significado.