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Stalin venció a Hitler y al feroz imperio japonés

Moscú. Por Anatoly Koshkin, Portal analítico “Fundación Cultura Estratégica”.

Stalin venció a Hitler y al feroz imperio japonés Moscú. Por Anatoly Koshkin, Portal analítico "Fundación Cultura Estratégica".

El 15 de agosto de 1945, a las 12 del mediodía, los japoneses escucharon por primera vez en la radio la voz de su divino emperador. Hirohito leyó en voz alta un escrito sobre la aceptación de los términos de la Declaración de Potsdam de los Aliados sobre las condiciones de la rendición de Japón y la “sagrada decisión” de poner fin a la guerra.

Justificando la inevitabilidad de tal decisión, el emperador también mencionó el uso de nuevas armas por parte de Estados Unidos contra Japón: “El enemigo ha utilizado una nueva bomba de un poder destructivo sin precedentes, que ha matado a muchos inocentes. Si continuamos haciendo la guerra, no sólo significará la terrible muerte y destrucción del pueblo japonés, sino que conducirá a la muerte de toda la civilización humana”. Estas palabras se utilizarían más tarde para defender la tesis de que Japón capituló como consecuencia de los ataques atómicos estadounidenses.

Pero en Japón “olvidaron” o pasaron deliberadamente por alto el otro escrito del Emperador del 17 de agosto, titulado “A los soldados y marineros”. En él, el Comandante Supremo en Jefe del Ejército y la Armada Imperiales, el Generalísimo Hirohito, sin mencionar la “nueva bomba”, admitía que la razón principal de la rendición era la entrada de la Unión Soviética en la guerra.

La infantería soviética cruzando la frontera con Manchuria el 9 de agosto de 1945.

El emperador declaró: “Ahora que la Unión Soviética ha entrado en guerra contra nosotros, sería temerario continuar la guerra, lo que sólo nos traería más daños y pondría en peligro la base misma de la existencia del imperio”.

Las razones del emperador

La decisión de rendirse prácticamente el mismo día de la entrada de la URSS en la guerra tuvo una relación directa con el temor al desembarco del Ejército Rojo en territorio japonés y el posterior cambio del sistema estatal como consecuencia de la revolución.

Ya en febrero de 1944, disponiendo de información de inteligencia sobre la promesa de Stalin de entrar en guerra contra Japón, el tres veces primer ministro Fumimaro Konoe, miembro de la familia imperial, instó al monarca japonés a “poner fin a la guerra lo antes posible”.

Al mismo tiempo, asustando al emperador ante una revolución comunista que podría producirse como resultado de la entrada de la Unión Soviética en la guerra, Konoe recomendó encarecidamente que ante la “intervención de la Unión Soviética en los asuntos internos de Japón” el emperador capitulara ante Estados Unidos y Gran Bretaña. Se hizo hincapié en que “la opinión pública de Inglaterra y América no ha llegado aún al punto de exigir un cambio en nuestro sistema estatal”.

En Tokio, el acuerdo de rendición incondicional sólo se asociaba a la entrada de la Unión Soviética en la guerra. Prueba elocuente de ello es que fue la ausencia de la firma de la URSS en la Declaración de Potsdam formulada por los Aliados sobre los términos de la rendición de Japón lo que impidió que el gobierno japonés la aceptara.

Tras la publicación de la declaración y la discusión de su texto en una reunión del Consejo Supremo de Orientación de Guerra, el ministro japonés de Asuntos Exteriores, Shigenori Togo, el 27 de julio telegrafió al embajador Naotake Sato en Moscú: “La posición adoptada por la Unión Soviética con respecto a la Declaración Conjunta de Potsdam influirá en nuestras acciones a partir de ahora”. Se ordenó al embajador que averiguara urgentemente “qué medidas tomaría la Unión Soviética contra el Imperio japonés”.

Tokio no deseaba capitular ante Estados Unidos y Gran Bretaña. El 28 de julio, el gobierno japonés rechazó la Declaración de Potsdam, declarando su intención de “seguir avanzando para concluir con éxito la guerra”. Esta postura no cambió ni siquiera después del ataque atómico sobre Hiroshima.

1945: tropas soviéticas entrando en Dalian, China.

Dos bombas no eran suficientes

Los hechos demuestran que sin la entrada de la URSS en la guerra, los estadounidenses no habrían podido conquistar rápidamente Japón “lanzándole bombas atómicas”, como la propaganda militar estadounidense y el propio presidente Harry Truman convencieron a la población japonesa en folletos y por radio.

Según los cálculos del cuartel general estadounidense, se necesitaban al menos 9 bombas atómicas para asegurar el desembarco de paracaidistas en las islas japonesas. Después de los ataques sobre Hiroshima y Nagasaki, Estados Unidos ya no tenía bombas listas, y la producción de otras nuevas llevó mucho tiempo. “Estas bombas que lanzamos” –declaró el Secretario de Guerra estadounidense Henry Stimson– “eran las únicas que teníamos, y el ritmo de producción era muy lento en aquel momento”.

En la posguerra, Estados Unidos intentó oscurecer, cuando no simplemente silenciar, el papel de la URSS en la derrota del Japón militarista. Aunque en 1945 los estrategas militares estadounidenses asumieron que, incluso si se hubiera llevado a cabo el plan desarrollado para el desembarco de tropas estadounidenses en las islas japonesas bajo el nombre en clave de “Caída”, no había ninguna certeza de que “el poderoso Ejército de Kwantung, al estar en plena autosuficiencia, no siguiera luchando”.

El general Douglas MacArthur, comandante de las fuerzas angloamericanas en el Pacífico y Extremo Oriente, también creía que las tropas estadounidenses “no debían desembarcar en las islas de Japón propiamente dichas hasta que el ejército ruso iniciara las hostilidades en Manchuria”. Una importante figura militar y política estadounidense, el general del ejército George Marshall, señaló: “La importancia de la entrada de Rusia en la guerra radica en que puede servir como la acción decisiva que obligue a Japón a rendirse”. Y así fue.

Incluso el presidente estadounidense Truman, abiertamente antisoviético, admitió: “Estábamos muy ansiosos por que los rusos entraran en la guerra contra Japón”. En sus memorias, señaló que “la entrada de Rusia en la guerra era cada vez más necesaria para salvar a cientos de miles de estadounidenses”.

Un análisis imparcial de la situación militar y política en Extremo Oriente en agosto de 1945 hace que incluso los críticos irreconciliables de la Unión Soviética reconozcan los hechos evidentes. Así, el profesor Tsuyoshi Hasegawa de la Universidad de California (EEUU), de etnia japonesa, reconoce la influencia decisiva de la entrada de la URSS en la guerra en la decisión del Emperador de aceptar los términos de la rendición.

Tropas soviéticas liberan Harbin, China, el 21 de agosto de 1945.

El Ejército Rojo fue el factor decisivo

En la parte final de su obra de varias páginas “In Pursuit of the Enemy (En busca del enemigo). Stalin, Truman y la rendición de Japón” escribe:

“Las dos bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki no fueron decisivas en la decisión de Japón de rendirse. A pesar del poder aplastante de las bombas atómicas, no fueron suficientes para cambiar el vector de la diplomacia japonesa. Fue la invasión soviética la que lo hizo posible. Sin la entrada de la Unión Soviética en la guerra, los japoneses habrían seguido luchando hasta el lanzamiento de numerosas bombas atómicas sobre ellos, un exitoso desembarco aliado en las islas del Japón propiamente dicho o un bombardeo aéreo continuado bajo un bloqueo naval que habría eliminado la posibilidad de una mayor resistencia”.

Al darse cuenta de ello, los generales estadounidenses admitieron que, sin la entrada de la URSS en la guerra, ésta podría prolongarse entre un año y un año y medio más.

La opinión de Hasegawa es compartida por el analista británico Ward Wilson, autor del libro “Cinco mitos sobre las armas nucleares”, que en la revista “Forin Polisi” tituló su artículo “Japón no fue derrotado por las bombas atómicas, fue Stalin”. El autor señala que en el verano de 1945 la aviación estadounidense bombardeó 66 ciudades japonesas con bombas convencionales –total o parcialmente– y la destrucción fue enorme, en algunos casos comparable a la de los bombardeos atómicos.

Los días 9 y 10 de marzo, un bombardeo de alfombra en Tokio quemó 25 kilómetros cuadrados, matando a unas 120 mil personas. Hiroshima sólo ocupó el puesto 17 en destrucción de zonas urbanas (en términos porcentuales).

Wilson escribe: “¿Qué alarmó a los japoneses si no les preocupaba el bombardeo de ciudades en general o el bombardeo atómico de Hiroshima en concreto? La respuesta es sencilla: fue la URSS”. Y agrega: “La versión tradicional de que Japón capituló a causa de Hiroshima es conveniente porque satisface las necesidades emocionales tanto de Estados Unidos como de Japón. ¿Cómo se ha beneficiado Estados Unidos de la versión tradicional? La reputación del poder militar estadounidense ha mejorado mucho, la influencia de la diplomacia estadounidense en Asia y en todo el mundo ha aumentado, la seguridad estadounidense se ha reforzado…

Por el contrario, si el motivo de la rendición hubiera sido la entrada de la URSS en la guerra, Moscú habría podido afirmar que había conseguido en 4 días lo que Estados Unidos no había podido lograr durante 4 años, y la percepción del poder militar y la influencia diplomática de la URSS se habrían visto reforzados… Y durante la Guerra Fría, afirmar que la URSS había desempeñado un papel decisivo equivalía a «ayudar e instigar al enemigo»”.

Stalin, el líder soviético y vencedor de Hitler y del imperio japonés, en el Desfile de la Victoria, 24 de junio de 1945

Stalin, el gran vencedor

Sin rechazar la importancia de los bombardeos atómicos, que acercaron la rendición de Japón, no se puede estar de acuerdo en que ellos y sólo ellos determinaron el resultado de la guerra. Este hecho también lo reconocieron destacados políticos occidentales. Así, el ex primer ministro británico Winston Churchill declaró: “Sería un error creer que el destino de Japón se decidió por la bomba atómica”.

La importancia decisiva de la entrada de la URSS en la guerra fue subrayada por el presidente estadounidense Truman cuando, al recibir la noticia del comienzo de la ofensiva soviética en Manchuria y Corea, dijo con satisfacción: “Rusia ha declarado la guerra a Japón, ¡ya está!”. Nótese que esto no lo dijo el día del bombardeo atómico de Hiroshima, sino el día de la entrada de la URSS en la guerra.

Se hizo eco de él el senador estadounidense Thomas Connally, quien, al enterarse de la declaración de guerra del gobierno soviético, exclamó: “¡Gracias a Dios! La guerra está a punto de terminar”.

El general Clare Chennolt, que mandaba las Fuerzas Aéreas estadounidenses en China, declaró al New York Times el 15 de agosto de 1945: “La entrada de la Unión Soviética en la guerra contra Japón fue el factor decisivo que aceleró el final de la guerra en el Pacífico, que se habría producido aunque no se hubieran utilizado las bombas atómicas. El rápido ataque del Ejército Rojo sobre Japón completó el cerco que puso a Japón de rodillas”.

El influyente New York Herald Tribune del 10 de agosto, en un artículo destacado, señalaba: “Apenas puede caber duda de que la entrada de la Unión Soviética en la guerra resultará decisiva militarmente”.

El día de la declaración de guerra de la Unión Soviética, el Gobierno británico hizo una declaración especial que decía, en parte: “La guerra declarada hoy por la Unión Soviética a Japón es una prueba de la solidaridad existente entre los principales Aliados y debería acortar el período de lucha y crear condiciones que favorezcan el establecimiento de la paz universal. Saludamos esta gran decisión de la Unión Soviética”.

Se trataba de valoraciones honestas y objetivas. Por desgracia, en el transcurso de la Guerra Fría se abandonaron esas evaluaciones justas y, en contra de los hechos generalmente conocidos, la participación de la URSS en la guerra con Japón se presentó como una acción “innecesaria” e incluso “perjudicial”.

Esta “tesis” fue adoptada posteriormente por el gobierno japonés que, con la instigación de los estadounidenses, la utilizó para organizar una campaña revanchista que exigía una revisión de los resultados de la guerra consagrados en los acuerdos internacionales y en la Carta de las Naciones Unidas, al tiempo que hacía reclamaciones territoriales ilegales contra la Unión Soviética y ahora la Federación Rusa.

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