Beirut. Por Alastair Crooke (*), Al Mayadeen
Estados Unidos tiene entre manos un prodigioso naufragio: los principios mismos que sustentan el sionismo se hicieron añicos el 7 de octubre de 2023. El resultado ha sido una psicosis de formación masiva en Israel de miedo, ira e incluso sed de sangre.
Muchos escritores, pero en particular James Hillman (psicólogo y analista estadounidense 1926-2011) en su libro “A Terrible Love of War” (Un terrible amor por la guerra), han tratado de abordar la sed de sangre: un impulso tan terrible, pero que enciende una furia como la de Marte que une a los hombres en la batalla.
“Me sentía como un dios”, dice el general Patton (en la película homónima de 1970, sobre el militar estadounidense que participó en la guerra contra Hitler. Tras la firma de la paz, afirmó que Estados Unidos luchó contra el enemigo equivocado; murió en 1945, tras sufrir un extraño accidente de tránsito). El General camina por el campo después de una batalla. Tierra removida, tanques quemados, hombres muertos. Coge a un oficial moribundo, le besa, observa el caos y dice: “Me encanta. Que Dios me ayude, me encanta. Lo amo más que a mi vida”. En pocas palabras, las sociedades han encontrado –y siguen encontrando– el sentido de la vida a través de la guerra.
Israel lo está haciendo, buscando de algún modo un sentido a sus raíces bíblicas en la desolación que ha causado en Gaza, una pasión alimentada por los muros que rodean su “proyecto” de Sion.
Al mismo tiempo, una civilización con historia –la “civilización del Islam” que infundió al Renacimiento europeo su ciencia, medicina, astronomía, filosofía y misticismo– se conmueve ante la vida con recuerdos medio olvidados de una historia milenaria, y espía los “tornillos que se aflojan” de la visión del mundo imperante.
Incluso los Estados árabes posmodernos pueden sentir cómo se agitan los vientos de la historia, y preguntarse de qué lado caerá finalmente la Historia. De hecho, ocupamos las arenas movedizas del Tiempo.
Dos corrientes de la historia están chocando, y la razón está clara: el mundo occidental se está desvaneciendo, cayendo profundamente en una lenta y decadente fase de agotamiento.
Este hecho es evidente para todos, excepto para los habitantes del poder en Washington. Para el equipo de la Casa Blanca, no hay ninguna “colisión”, ningún “desafío” fundamental al que se enfrente Israel; ni, de hecho, a las estructuras de poder internas de Estados Unidos, cuyo “Beltway Reach” (Cinturón de seguridad) depende de que sobreviva un modo particular de proyección del poder sionista (tal como lo legó Jabotinsky).
¿Y qué hace Biden? El equipo se hace el tonto. El equipo Biden finge que el gran desafío no es realmente lo que “es”, sino algo que se puede “acariciar” mediante absurdos teatros paliativos, si nos mantenemos firmes en nuestra narrativa de EEUU.
Tom Friedman, del New York Times (que, al parecer, tiene línea directa con la Casa Blanca), nos cuenta la treta: “Una vía sería una postura firme y decidida sobre Irán…” (hmm, esa no “voló” muy lejos); “La segunda vía sería una iniciativa diplomática de EEUU sin precedentes para promover un Estado palestino ¡ahora! Implicaría algún tipo de reconocimiento por parte de Estados Unidos de un Estado palestino desmilitarizado en Cisjordania y la Franja de Gaza, que sólo vería la luz una vez que los palestinos hubieran desarrollado un conjunto de instituciones y capacidades de seguridad definidas y creíbles para garantizar que este Estado fuera viable y que nunca pudiera amenazar a Israel”.
Y la tercera “pata” pendería de la perpetua quimera de EEUU de normalizar la relación de Arabia Saudí con Netanyahu, que el Cinturón ha llegado a creer que cambiaría “todo”. (En 2002, con la Iniciativa Árabe, podría haber tenido algún efecto. Pero ahora el mundo islámico ya no es lo que era).
Martin Indyk dijo que el “pensamiento” que hay detrás del planteamiento de “un acuerdo palestino” es la vieja máxima de la mafia: “Biden quiere hacer que Bibi (Netanyahu) se trague la rana (y haga el acuerdo), o que se atragante con la rana (y deje paso a otro gobierno). De cualquier manera, Estados Unidos espera que se rompa el impasse”. Es decir, hacer una oferta (como dice la mafia) que no se pueda rechazar… excepto que, incómodamente, Netanyahu puede rechazarla y lo hace porque tiene a una abrumadora mayoría de su público detrás que sigue siendo escéptica respecto a cualquier “Estado palestino”.
Y la cosa empeora. David Ignatius en The Washington Post nos dice que el gran escollo de la idea de un gran Estado palestino es detener la violencia de los colonos y reubicar hasta 200 mil israelíes de un futuro Estado palestino. ¿En serio? Esto es hacer “el tonto”. No hay 200 mil colonos en Cisjordania, sino unos 700 mil. ¿Quién “reubicará” exactamente a estos fanáticos…? (Seguro que no las Fuerzas de Defensa de Israel, FDI; muchos son ellos mismos colonos).
¿Se tragará Netanyahu el sapo de un Estado palestino establecido en Cisjordania y Gaza? Ignatius postula: “Si [el primer ministro] se niega, su gobierno podría ser derrocado por rivales que adopten la fórmula de EEUU para poner fin a la guerra”. Probablemente sería también el principio del fin del sionismo.
¿Y se tragaría Mohammed bin Salman (príncipe heredero y Primer Ministro de Arabia Saudina) “la rana” del Reino legitimando un “Bantustán” (los territorios segregados por los racistas sudafricanos) de fragmentos parcelados que se hacen pasar por “un Estado”? Como señala Ignatius: “Funcionarios estadounidenses esperan que Israel acabe reconociendo que el único plan sólido es una misión respaldada por Estados Unidos para entrenar a las fuerzas de seguridad de una Autoridad Palestina “revitalizada”, que los funcionarios empiezan a describir como la «APR»”.
Ah, sí… esa fórmula de entrenar a una fuerza de seguridad colaboracionista funcionó “tan bien” en Afganistán, ¿no es cierto?
Así que, al final, ¿qué queda de esta iniciativa? Una “campaña de información” de Qatar y Egipto para empujar a Hamas a aceptar las propuestas de EEUU para un acuerdo sobre los rehenes cuando saben que el 96% de los israelíes se oponen a un acuerdo que incluya la liberación de todos los cautivos a cambio de: la interrupción de los combates, la retirada de las IOF de la Franja de Gaza y garantías de inmunidad para los dirigentes de Hamas.
El 34% del público israelí no está de acuerdo con ningún “acuerdo”, según dice Matan Wasserman en el diario israelí Ma’ariv el 1 feb pasado: “El público israelí se debate entre el deseo de que los rehenes vuelvan a casa y el reconocimiento de que los precios que habrá que pagar son muy altos. Si el talón de Aquiles del acuerdo es una condición no negociable por parte de Hamas que exige inmunidad para sus líderes, será muy difícil que el Gobierno acepte. La encuesta no deja lugar a dudas: el hecho de que no hay casi nadie en el público israelí que esté dispuesto a conceder inmunidad a los líderes de Hamas, incluso al precio de un acuerdo para liberar a los rehenes”.
Parece que Washington simplemente no puede superar el singular ritmo repetitivo de la música de la narrativa. El statu quo ante siempre está disponible, si tan sólo pudiéramos hacer que la metanarrativa se mantuviera. Seguir con la monotonía del ritmo. Aquí no hay creatividad, no hay novedad en torno a la cual pueda girar la música.
Reina la “estupidez” (y la ignorancia). Esto podría ser objeto de una curiosidad pasajera en cuanto a sus causas psicológicas precisas, si no tuviera tantas consecuencias. ¿No es evidente que, en gran medida, la forma en que se desarrollen los “acontecimientos” de hoy será el polo en torno al cual girará el futuro global?
(*) Alastair Crooke, ex diplomático británico, fundador y director del Foro de Conflictos con sede en Beirut, una organización que aboga por el compromiso entre el Islam político y Occidente.