97.3 FM

Guerra, rumores y lógica geopolítica

Washington. Por Srdja Trifkovic (*), Chronicles Magazine

Guerra, rumores y lógica geopolítica Washington. Por Srdja Trifkovic (*), Chronicles Magazine

El mundo se enfrenta al peligro de una gran guerra. Para comprender la magnitud de esa amenaza, es necesario ir más allá de la trayectoria de las noticias procedentes de Ucrania. También es necesario, por un lado, buscar una apreciación equilibrada del factor variable de la voluntad humana en la gestión de las crisis internacionales y, por otro, de los factores inmutables de la realidad geográfica.

La decisión de Washington de ampliar la OTAN y armar a Ucrania contra Rusia fue un acto de voluntad humana; también lo fue la decisión de Moscú de responder a este desafío con la fuerza militar.

Por otra parte, la permanencia de la posición geográfica de Ucrania convierte este desafío en una cuestión existencial para Rusia, del mismo modo que el control sobre el valle del río Jordán y los Altos del Golán es una cuestión existencial para Israel, y el control sobre sus mares costeros es una cuestión existencial para China. Un Estado que lucha por la seguridad puede cambiar segmentos de su espacio construyendo Grandes Murallas (como en China) y líneas Maginot (la muralla francesa en su frontera con Alemania e Italia), pero está inseparablemente ligado al marco físico de su existencia: a la ubicación de su tierra, su posición, forma y tamaño, sus recursos y sus fronteras.

Las fronteras no son sagradas

A diferencia de las cordilleras y los ríos, las fronteras no son realidades fijas que separan soberanías y autoridades legales. Son acuerdos político-militares sujetos a cambios en función de las relaciones de poder. No hay nada sagrado ni permanente en ellas. Llevan siglos cambiando a favor del más fuerte y a expensas del más débil, independientemente de las reivindicaciones legales o morales.

La futura frontera entre Ucrania y Rusia, o entre Israel y sus vecinos árabes, por no hablar de la frontera marítima de China, no se decidirá en una mesa de negociaciones. Se decidirán sobre el terreno por las realidades creadas por la fuerza y la amenaza de la fuerza.

Por supuesto, las nuevas fronteras también serán cuestionadas con el paso del tiempo. Su durabilidad dependerá principalmente de la fuerza bruta de los vencedores y del consenso de sus responsables para defender el nuevo statu quo. En el drama de la política internacional, el poder siempre se ha basado en la fuerza y la voluntad. El territorio y el espacio físico siempre han sido la moneda de cambio definitiva en ese negocio cruel y peligroso.

La mayoría de los rusos, judíos y chinos han comprendido por fin que no hay un lado “correcto” o “incorrecto” de la historia. En el siglo XX, los tres han pagado cara esta falacia progresista: la creencia en la historia como agente independiente que conducirá a la humanidad a un mundo mejor. Esta creencia engendra visiones megalómanas y conduce a los horrores del Gulag, el Holocausto y la Gran Marcha Adelante. Sin embargo, esta fatal idea errónea sigue viva dentro del cinturón de Washington.

La historia no tiene bandos

Esa idea errónea de que la historia tiene “bandos” también explica por qué una guerra con Rusia en un futuro próximo, o con China en algún momento posterior de este siglo, es una clara posibilidad. Se basa en la afirmación narcisista del excepcionalismo estadounidense, la afirmación de que “nuestros valores” son universales (transgenerismo incluido). Estrechamente relacionada está la afirmación –afirmó en su día Madeleine Albright (exsecretaria de Estado en el segundo gobierno de Bill Clinton)– de que “si tenemos que utilizar la fuerza, es porque somos Estados Unidos, la nación indispensable; nos mantenemos erguidos, vemos más allá en el futuro que otros”. Semejante locura facilita la deshumanización y el asesinato de enemigos designados: en Serbia en 1999, en Irak en 2003, en Libia y Siria poco después.

El corolario de esta “visión” es que no merece existir un mundo que no acepte el excepcionalismo, la indispensabilidad y la visión de futuro de Estados Unidos. Por tanto, no sólo es posible sino obligatorio seguir subiendo la apuesta: la moderación es debilidad y la contención es cobardía. Este enfoque de la política entre naciones trata el factor del espacio como irrelevante, ya que Estados Unidos se guía por un concepto abstracto de interés nacional. En otras palabras, “nuestros valores” seguirán definiendo “quiénes somos” en el contexto del “orden internacional basado en reglas”.

Contrariamente a esta psicosis colectiva, la mayoría de los demás Estados piensan en términos tradicionales y basan sus cálculos en espacios reales, visibles y tangibles. Cuanto más grande es el país, más resistente es, como demuestra la experiencia histórica de Rusia. En lugar de que el conquistador se tragara el territorio y ganara fuerza con él, el territorio se tragaba repetidamente al conquistador y agotaba su fuerza.

Esto no ha cambiado ni siquiera en la era nuclear. Es precisamente en la era nuclear –como tanto rusos como chinos han llegado a comprender– que una gran potencia necesita un gran territorio para desplegar su potencial de producción y su eficacia militar en un espacio lo más amplio posible. La gran estrategia de ambas potencias se basa en la supervivencia, la seguridad y el fortalecimiento económico. Puede evolucionar en función de las circunstancias específicas, pero sigue partiendo de un conjunto de supuestos básicos que reconocerían los grandes estadistas del pasado, desde César hasta Churchill.

EEUU no aprende de la historia

En Washington, por el contrario, durante los últimos 30 años hemos tenido una continua desviación de las experiencias acumuladas por las generaciones anteriores. Como demuestran los ejemplos de los reyes Felipe II (España) y Luis XIV (Francia), Napoleón y Hitler, anteponer la ideología a la geopolítica a la hora de formular una gran estrategia –o simplemente permitir que la grandilocuencia personal prevalezca sobre la razón– es un camino seguro hacia el fracaso.

Estados Unidos parece decidido a seguir este camino. El aislamiento diplomático casi total de Estados Unidos respecto a las acciones de Israel en Gaza no tiene precedentes y es sólo un ejemplo de un malestar más profundo. Su continuación de la guerra por poderes en Ucrania, sin tener en cuenta el coste y el riesgo, y a pesar de la catastrófica situación militar sobre el terreno, recuerda a las potencias fracasadas de antaño que confiaban en la fuerza de voluntad para imponerse a la realidad.

No se trata sólo de Ucrania hoy o Taiwán mañana. El rechazo de la realidad geopolítica es omnipresente en la actual administración, que se niega a ver la aspiración espontánea del sistema internacional hacia la policentricidad. Esta tendencia ha estado presente desde el principio de la decadencia del Imperio Romano hasta nuestros días. La Europa de la era clásica del equilibrio de poder –desde el final de la Guerra de los Treinta Años hasta el estallido de la Gran Guerra– funcionó según la matriz tejida en la Italia del Renacimiento. Resultó eficaz para reprimir a los aspirantes a un orden hegemónico, desde Luis XIV hasta Hitler.

El sistema se derrumbó con el suicidio en dos etapas de Occidente entre 1914 y 1945, la bipolaridad de la Guerra Fría y el “momento unipolar” de Estados Unidos tras la implosión de la URSS. La unipolaridad resultó ser un momento atípico y antinatural de la historia.

A pesar de la retórica hegemónica, cargada de tópicos ideológicos, es imposible pasar por alto la dimensión espacial de las rivalidades en lugares geográficos concretos. Ucrania, Oriente Próximo y Taiwán pertenecen todos ellos al Rimland (la franja de tierra costera que rodea Eurasia) que rodea al Heartland (Asia Central). El mapa geopolítico ha cambiado más de prisa en los últimos cien años que en cualquier otro periodo anterior, pero la dinámica de los conflictos espacialmente determinados entre los actores clave es constante.

El mundo multipolar es la normalidad histórica

Durante casi medio siglo después de la Segunda Guerra Mundial, el mundo descansó sobre un modelo bipolar relativamente estable. Ambas superpotencias aceptaron tácitamente la existencia de esferas de interés rivales, lo que se vio en la marcada moderación de Estados Unidos durante las intervenciones soviéticas en Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968.

El juego geopolítico se desarrolló en las zonas en disputa del Tercer Mundo (Oriente Medio, Indochina, África, América Central), pero las reglas del juego se basaban en un cálculo relativamente racional de los costes y beneficios de las políticas exteriores. Las guerras de clientes se mantuvieron localizadas. La racionalidad implícita de ambos bandos hizo posible la desescalada de crisis ocasionales (Berlín 1949, Corea 1950, Cuba 1962) que amenazaban con provocar una catástrofe.

El mundo está volviendo a ser multipolar, pero Estados Unidos aún no está preparado para aceptar ese hecho. La situación no tiene precedentes históricos: una potencia hegemónica ha logrado temporalmente el dominio monopolar del sistema y ahora se resiste a su retorno al estado normal de multipolaridad.

Desde el Congreso de Viena hasta 1914, las relaciones internacionales estuvieron dominadas por un modelo estable de multipolaridad equilibrada. Proporcionó a Europa y al mundo 99 años de relativa paz y prosperidad. Los aspirantes a hegemones se enfrentaban a coaliciones dispuestas a hacer cualquier sacrificio para derrotarlos, independientemente de sus diferencias ideológicas.

Hoy, Rusia y China también tienen causas potenciales de conflicto mutuo, pero sus diferencias son menores comparadas con el reto de suprimir a un hegemón que no conoce su medida. Hemos asistido a una extraña inversión de papeles. La Unión Soviética era una fuerza revolucionaria, un perturbador en nombre de objetivos utópicos ideológicamente definidos. A ella se opuso durante la Guerra Fría un Estados Unidos que practicaba la contención en defensa del statu quo.

La geopolítica prima sobre la ideología

Hoy, por el contrario, Estados Unidos se ha convertido en el portador de un dinamismo rebelde con ambiciones globales, en nombre de normas ideológicas posmodernas. Se le resiste una coalición informal pero cada vez más asertiva de fuerzas más débiles, como las naciones BRICS en rápida expansión, que luchan por reafirmar los principios esencialmente conservadores del interés nacional, la identidad y la soberanía estatal. Se oponen a la variante estadounidense de la vieja doctrina soviética de la soberanía limitada, que hoy recibe el nombre de “orden internacional basado en normas”.

La nueva emanación estadounidense de ese concepto jurídica y moralmente insostenible no tiene un dominio geográficamente limitado, a diferencia del modelo soviético que sólo se aplicaba a los países del campo socialista. Tarde o temprano, dará lugar a la creación de una contra–coalición como las que se opusieron con éxito a otros aspirantes a hegemones, desde el rey persa Jerjes a Hitler. La gran pregunta sigue siendo si el duopolio neoconservador-neoliberal de Washington comprenderá este hecho, y a qué coste para sí mismo y para el resto del mundo.

Las potencias en declive tienden a realizar movimientos arriesgados y desestabilizadores, como demuestra el ejemplo de Felipe II enviando la Armada contra Inglaterra en 1588, o Austria-Hungría anexionándose Bosnia en 1908. Estados Unidos parece dispuesto a hacer lo mismo a una escala mucho mayor en relación con Ucrania. Gran parte de Europa –cultural y moralmente decrépita– parece dispuesta a seguirle obedientemente. La historia no puede acabar bien a menos que se produzca un tardío brote de cordura en el Occidente colectivo.

Las relaciones internacionales actuales están condicionadas por consideraciones geopolíticas que priman sobre la ideología. No existe ningún sistema de valores –especialmente la monstruosidad del wokeísmo propugnada por Estados Unidos– capaz de cambiar la aspiración de las grandes potencias (Rusia, China) o de las regionales (Israel) de aumentar su seguridad ampliando el control sobre espacios, recursos y rutas de acceso. (El wokeísmo es la corriente ideológica de las élites dominantes en las potencias imperialistas, reconocida por su intolerancia hacia las ideas diferentes, su agresividad y disfraz de progresista).

La esencia de la competencia espacial no cambia; sólo lo hacen los puntos esenciales en disputa. A la élite política estadounidense le conviene darse cuenta de que esto será así hasta el fin de la historia, que sólo llegará cuando el mundo pase de un estado temporal a uno eterno.

(*) El doctor Srdja Trifkovic es un escritor serbio-estadounidense de ideología ultraconservadora, redactor de asuntos exteriores de Chronicles, es autor de “La espada del Profeta” y “Derrotando a la Yihad”.

43 Aniversario

Radio Segovia, La Poderosa del Norte.

× Contáctanos