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El teniente hippie: la visión descarnada de un soldado en la guerra de Vietnam

Washington. Por Seymour Hersh, blog personal

El teniente hippie: la visión descarnada de un soldado en la guerra de Vietnam Washington. Por Seymour Hersh, blog personal

La semana pasada publiqué un artículo sobre el general Tony Taguba, la prisión de Abu Ghraib y los peligros de decir la verdad que suscitó más respuestas de lo habitual, incluido un extraordinario manuscrito inédito del lector “Anthony St”.

Un brillante y patriótico graduado de la Universidad de San Buenaventura en el norte del estado de Nueva York, creía en Estados Unidos y en la necesidad de luchar contra el comunismo en Vietnam del Sur. Como estudiante universitario, formó parte del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva (ROTC) del Ejército y, tras un año de entrenamiento para oficiales, ingresó en el Ejército como subteniente.

Terminó su servicio a mediados de 1968 como primer teniente en combate en la “División Americal”, con diferencia el destino menos deseable de aquella guerra y la división con la moral más baja. Fue una compañía de la “División Americal” la que cometió la masacre de My Lai de hasta quinientos campesinos en marzo de 1968. Fue un horror que saqué a la luz como joven periodista dieciocho meses después.

St. John no sabía nada de aquel horror, pero su manuscrito, titulado “The Hippie Lieutenant” (El teniente hippie), cuenta la verdad en lo que se refiere al día a día de los grunts, los jóvenes que eran reclutados o se presentaban voluntarios para el combate. St. John, que ahora vive en las afueras de Florencia (Italia), donde enseña inglés, tiene mucho que decir sobre la falta de integridad, tal y como él la veía, en el cuerpo de oficiales, pero lo mejor del libro es la descripción de la vida de los soldados en las selvas de Vietnam del Sur.

He aquí, con el permiso del autor, un extracto:

Tropas estadounidenses de la 23ª División de Infantería (Americal) vadean un río a unos 11 kilómetros al oeste de Chu Lai, en Vietnam del Sur, en agosto de 1971.

Aguas turbias

A las tres de la mañana de un día de noviembre de 1967 iluminado por la Luna, la compañía Bravo y yo estábamos en lo alto de las turbias aguas de una acequia adyacente a un arrozal en algún lugar cerca de la frontera con Camboya. Se nos había llamado (¡En Marcha!) en mitad de la noche porque el S-3, oficial de operaciones de nuestro batallón de infantería, había recibido un informe de “inteligencia” que indicaba una concentración masiva del enemigo a unos diez kilómetros de nuestra posición nocturna.

Con los gemidos y lamentos de ciento veinte hombres que masticaban y mordían como si tuvieran las encías desdentadas, la unidad avanzó cautelosa, pero ruidosamente, por el camino y se deslizó por el barro blando de la larga y estrecha excavación.

A la derecha había hectáreas y hectáreas de arrozales, y a la izquierda una espesa cortina de selva aparentemente impenetrable. La luz reflejada de la Luna rebotaba en las aguas de los arrozales, en las hojas a veces brillantes del sotobosque selvático y en los cuellos y manos relucientes y húmedos de los hombres que marchaban asqueados durante la noche. Algunos hombres mantenían sus armas y municiones por encima de la cabeza para conservar seco su equipo de lucha contra incendios; a la mayoría no les importaba y permitían que sus instrumentos ofensivos se hundieran, junto con los brazos cansados, en las turbias aguas.

Las sanguijuelas no tardaron en trepar por las piernas, la entrepierna y la espalda de los cansados y descontentos soldados. No había forma de eliminarlas… todavía. No se podían encender cerillas impermeables porque podrían revelar la posición de la compañía; y no se podía aplicar repelente de insectos abrasador en las aguas sombrías.

De repente, un miedo abrumador se apoderó de toda la compañía mientras los hombres hacían esfuerzos inútiles por arrancar a los parásitos cuyas ventosas se habían incrustado en muslos, pantorrillas, hombros e incluso en la sensible piel del escroto. La unidad estaba fuera de control. Estaba alborotada. Estaba aterrorizada.

También se habían avistado serpientes en el cauce pantanoso. Algunos hombres saltaron del agua al suelo viscoso y enraizado de árboles que bordeaba el lado izquierdo del canal de riego. Se deshicieron de sus armas y corrieron desconcertados hacia los matorrales cercanos, donde se arrancaron las camisas de faena, luego las botas, después los pantalones, y se deshicieron de los chupasangres con cuchillos, repelente de mosquitos y colillas de cigarrillos que habían encendido en contra de las normas y el sentido común, todo ello mientras advertían a los sigilosos exploradores de un regimiento del ejército de Vietnam del Norte, acampados tras la lucha cuerpo a cuerpo entre gruñidos y sanguijuelas.

En contra de los deseos y órdenes de los comandantes de la compañía –podían irse a tomar por culo sus órdenes– los hombres continuaron la marcha negándose a volver a entrar en la trinchera llena de agua que les llegaba al cuello. En su lugar, avanzaron a tientas por las orillas embarradas y húmedas, cayendo de vez en cuando al agua cuando perdían el agarre en las raíces de los árboles adyacentes a las orillas del estrecho canal.

El avance se vio gravemente obstaculizado y, al poco tiempo, el S-3 (jefe operativo) comunicó por radio su impaciencia y su amenaza de relevo del mando si el comandante de la compañía no llegaba a su objetivo lo antes posible. La verdad es que sentí lástima por el comandante, pero me contenté con la idea de que yo no había estado al mando.

El comandante no podía hacer nada para acelerar a los hombres. Sabía que sus ánimos eran muy frágiles, y manteniéndose tan poco autoritario como debía, no hizo nada para incitarles a una acción que podría haber provocado más pánico y quizás una insurrección. Estaba pensando, gracias a Dios. Sabía que tenía entre manos un caso latente de histeria colectiva, y la delicadeza de la situación, más la irritada postura adoptada por el S-3, mantenían al comandante de infantería en un estado de preocupación, ya que esperaba lo peor de sus indisciplinados y asustadizos hombres.

Llegó más terror. La madrugada –la iluminación era casi nula– estaba hecha para alucinar. Extrañas visiones fueron imaginadas por muchos de los agotados hombres que se preocuparon de mirar en lo más profundo de la selva para ver cosas que no tenían realidad. La luz de la Luna y la espesura de la selva conspiraban para producir alucinaciones espeluznantes.

Soldados de infantería estadounidenses buscan francotiradores del Viet Cong entre los árboles durante una batalla en Phuoc Vinh, Vietnam del Sur, 1967.

Un hombre confundió un búfalo de agua con un soldado enemigo, pero cuando levantó su rifle empapado para dispararle, el arma no funcionó. Los hombres estaban demacrados y petulantes. Los gritos desesperados y las caídas desde las orillas a la acequia hicieron que el suceso resultara patético, estrafalario.

El alivio llegó por fin hacia el amanecer, cuando terminó la larga corriente de agua, que había sido un obstáculo tan molesto durante dos largas y horripilantes horas, y los hombres –que al despuntar el alba mostraban sus mordeduras de sanguijuela y la piel y la ropa ensangrentadas– se tumbaron exhaustos en el suelo e intercambiaron expresiones vergonzosas.

El desayuno estaba siendo preparado por la mayoría de los gruñones, mientras algunos trataban de secar las armas y otros equipos esenciales en un vano intento de recuperar su ecuanimidad de soldados que durante las dos últimas horas había degenerado hasta su nivel más bajo.

El comandante estaba deprimido, sin palabras. Sabía que sus “hombres” no eran realmente soldados, sino jóvenes asustados. Sabía que sus hombres serían inútiles en cualquier contacto con el enemigo. Sabía que algo iba muy mal.

(A la mañana siguiente, los hombres, agotados por el ataque de las sanguijuelas, se despertaron con el sonido de una repentina descarga de artillería a lo lejos. Se ordenó a la compañía marchar inmediatamente en apoyo de los compañeros estadounidenses atacados).

En el caos, los hombres de la compañía Bravo deseaban estar en una acequia arrancando sanguijuelas. Vieron cómo traían los cadáveres de la compañía Charlie y los colocaban con el registro de tumbas.

Observaron cómo grupos de tropas frescas recibían órdenes de coroneles y comandantes, y luego eran enviados a las montañas circundantes para cargar por sus flancos al encuentro del enemigo.

Miraron a los marines reaccionar con eficacia y profesionalidad de una forma que sólo podían haber soñado.

Escucharon cómo las baterías de artillería lanzaban salvas por encima de sus cabezas contra las posiciones enemigas atacantes y, muy probablemente, contra los soldados estadounidenses.

Advirtieron las nubes grises en el cielo y se prepararon para el diluvio de la tarde.

Observaron cómo los ingenieros colocaban planchas y más planchas de metal sobre la superficie raspada de la pista de aterrizaje que había sido despejada hacía unos minutos.

Llenaron sacos de arena grises con montones de tierra rojiza y participaron en el proceso de construcción de un moderno centro de guerra en las estribaciones de las montañas que limitaban con Camboya y Laos.

 Dos soldados se consuelan mutuamente bajo la tensión del combate en Pleiku, Vietnam del Sur, 26 de mayo de 1967

Vieron aterrizar helicópteros Chinook con hombres heridos.

Vieron a hombres en camillas ahuecarse las manos con los intestinos que rezumaban de sus entrañas.

Observaron a hombres sin rostro.

Observaron a hombres sin brazos ni piernas. Observaron a hombres que nunca volverían a caminar porque tenían la columna vertebral destrozada por las balas. Vieron a hombres con quemaduras de napalm.

Vieron a hombres que entraban en las tiendas de primeros auxilios con sus propias botellas de suero fisiológico.

Vieron a hombres con el cerebro reventado.

Observaron a hombres con los ojos envueltos en gasas ensangrentadas.

Observaron y observaron y observaron todo el tiempo llenando sacos de arena, todo el tiempo confundidos por la vergüenza de no reunirse con la compañía Charlie, y el alivio de no haberse visto atrapados en la horrenda refriega de una batalla.

Grabaron imágenes que les harían sentirse marginados en su propio país porque ahora se daban cuenta de que habían sido explotados para promover las causas de la injusticia y la falta de ética.

Grabaron imágenes de las que se burlarían los dirigentes políticos después de la “guerra”, cuando se pusiera de moda considerar Vietnam como un error “diplomático y militarista” que había que olvidar para que los marcos de referencia económico y militar pudieran seguir funcionando sin interrupción.

Grabaron imágenes de las que se reirían sus compatriotas que siempre habían hecho caso omiso de los hechos sobre la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Corea, y que ahora buscaban para siempre cancelar Vietnam desde sus superegos.

Grabaron imágenes que les causarían tanta agonía y sufrimiento que los psiquiatras denominarían su comportamiento como un síndrome, el síndrome post-Vietnam, SPV para los formularios de registro psiquiátrico, y los hombres, reaccionando desesperadamente contra los horrores de Vietnam, y la desesperanza de su propia gente, serían codificados por expertos nacionales en salud mental para que pudieran unirse a otros veteranos sindrómicos de posguerra que estaban alabando –en estupores de borrachos en las cervecerías de los Veteranos de Guerras Extranjeras y la Legión Americana– el síndrome posterior a la Primera Guerra Mundial, el síndrome posterior a la Segunda Guerra Mundial y el síndrome posterior a la Guerra de Corea.

Grabaron imágenes que más tarde les harían aferrarse a cualquier tema negativo que pudieran inventar sobre su país, y se hundieron más y más en el fango de la decepción y el nihilismo que más tarde se extendería cada vez más por todos los segmentos de la sociedad estadounidense que no buscaban enfrentarse a las realidades de Vietnam, sino que, más bien, buscaban intentar borrar un incómodo error nacional que había arrebatado gran parte del prestigio que Estados Unidos había tenido antes a los ojos de otras naciones.

Grabaron imágenes que actuarían como un cáncer y seguirían carcomiendo la fortaleza de una nación antaño vital que no comprende ni el 5% de la población mundial, pero sí un porcentaje mucho mayor de la riqueza de ese mundo.

(*) Seymour Hersh, de 86 años, es un legendario reportero estadounidense Seymour Hersh, ganador del premio Pulitzer en 1970. Su intrépida labor informativa le ha granjeado fama, titulares en primera plana, una asombrosa colección de premios y no pocas polémicas. Su historia es la de una independencia feroz.

43 Aniversario

Radio Segovia, La Poderosa del Norte.

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