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Al rescate de Lenin

Buenos Aires. Por Atilio Borón

Al rescate de Lenin Buenos Aires. Por Atilio Borón

El centenario de la muerte de Vladimir Illich Ulianov, Lenin, es una ocasión apropiada para invitar a las jóvenes generaciones de militantes a recuperar el formidable legado teórico del gran revolucionario ruso, muerto cuando aún no había cumplido los 54 años de edad. Víctima de un grave atentado perpetrado a menos de un año del triunfo de la revolución–más precisamente el 30 de agosto de 1918– por Fanya Kaplan, una activista del anarquismo ruso que lo acusaba de haber traicionado a la revolución. Tiempo después una de las balas alojadas en su pulmón y que no pudo ser extraída por sus médicos comenzó a generar dificultades de todo tipo que escalaron hasta llegar a una serie de infartos cerebrales que le ocasionaron primero una parálisis y finalmente su prematuro, y para la causa del socialismo, desgraciado fallecimiento.

Advertencias necesarias

Va de suyo que un emprendimiento de este tipo: retornar a Lenin, tropieza con no pocos obstáculos. Uno de carácter meramente cuantitativo se deriva del hecho que la monumental producción escrita por el dirigente bolchevique a lo largo de tres décadas comprende –en la segunda edición de sus Obras Completas publicadas en Buenos Aires por la Editorial Cartago– nada menos que 51 tomos, incluyendo los cuatro dedicados a los índices temáticos, de títulos, onomásticos y notas complementarias. Lenin no sólo fue un político y un estadista excepcional sino también un escritor prolífico como pocos.

Tal como lo consignan sus diferentes biógrafos y estudiosos, ya de joven sobresalía como un alumno muy aventajado y su posterior carrera política e intelectual ratificó plenamente los promisorios pronósticos que sobre él formularan sus maestros, entre ellos, el padre de quien luego sería por un tiempo jefe del Gobierno Provisional surgido de la Revolución de Febrero, Alexandr Fiódorovich Kerenski.

Una segunda advertencia refiere entonces al carácter inevitablemente parcial e incompleto de una empresa político-intelectual como la que estamos proponiendo. En este caso y teniendo en cuenta el momento especial que atraviesan Latinoamérica y el Caribe estamos enfocados en recobrar la herencia teórica de Lenin en lo concerniente a sus análisis de la coyuntura política y la estrategia y táctica de las fuerzas populares en momentos de inflexión histórica. Pero habría muchas otras vertientes del pensamiento leninista que también podrían ser abordadas, como por ejemplo sus penetrantes análisis sobre el imperialismo plasmados en múltiples escritos pero sobre todo en El Imperialismo, fase superior del capitalismo; sobre filosofía y epistemología recogidos en Materialismo y Empiriocriticismo, la principal obra filosófica de Lenin; o sus varios escritos económicos juveniles entre los cuales sobresale El desarrollo del capitalismo en Rusia.

Por consiguiente, esta invitación no pretende hacer que los nuevos actores sociales y políticos se conviertan en eruditos “leninólogos” sino motivarlos para que aborden el estudio de su pensamiento político, imbricado con las urgencias que le planteaba en su Rusia natal la inminencia de la revolución y, bajo una perspectiva más amplia, la necesidad de la revolución mundial para poner fin a la dictadura del capital y las atrocidades del imperialismo. Al formular esta invitación lo hacemos persuadidos de que Lenin es un “autor vivo”; es decir, alguien que es nuestro contemporáneo y cuyas reflexiones son pertinentes y esclarecedoras para las luchas emancipatorias y los desafíos actuales de Nuestra América.

La recuperación del legado de Lenin es de suma importancia para el momento actual de la región, en donde diagnósticos precisos y pronósticos iluminadores son componentes esenciales del éxito de las luchas populares. Y en este sentido podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que las evaluaciones que aquél hacía sobre las más diversas coyunturas eran de una notable precisión.

Se trataba, sin duda alguna, de un protagonista y a la vez de un analista que “veía” mucho más allá que cualquiera de sus contemporáneos; que estaba dotado de una inusual capacidad para descifrar toda la complejidad y las contradicciones contenidas en un momento histórico en donde política, economía e ideología se anudaban bajo las más imprevisibles fórmulas que desafiaban al pensamiento convencional de la izquierda.

Una prueba más que elocuente la brinda su inmediata convicción, a poco de haber llegado a la Estación Finlandia de Petrogrado poniendo fin a su largo exilio en Suiza, de que lo que los bolcheviques debían hacer era limitar al mínimo indispensable su apoyo al gobierno provisional surgido de la Revolución de Febrero y organizar a las masas para consumar cuanto antes el paso a la revolución socialista.

Prueba de ello es que sus célebres “Tesis de Abril” no fueron siquiera publicadas por el órgano del partido, el Pravda, a la sazón dirigido por Kamenev y Stalin. Bogdanov, uno de los jefes bolcheviques, las consideró como “el delirio de un loco” y hasta su esposa, Nadezhda Krupskaya, confesaba en voz baja a sus amistades sus temores de que “Lenin se haya vuelto loco”.

En el mismo sentido se explaya uno de los más autorizados biógrafos de Lenin, el historiador francés Gérard Walter. Narra en su libro que cuando Lenin fue invitado por los delegados bolcheviques a presentar sus tesis en el cuartel general del Soviet en el Palacio de Tauride, luego de su intervención hubo de enfrentarse a “un ininterrumpido desfile de oradores que abrumaron a Lenin, uno con sus invectivas y otros con sarcasmos o hipócritas condolencias.

Ni uno solo de sus partidarios se atrevió a levantarse en su defensa. Ni un solo dirigente de la organización bolchevique, ni un solo miembro de la redacción del Pravda alzó la voz en defensa del exiliado recientemente retornado a Rusia”. Evidentemente, Lenin tenía esa mirada de águila que tanto admiraba en Rosa Luxemburgo y que casi nadie más poseía entre sus camaradas, y a la hora de descifrar los laberintos de la coyuntura la distancia que existía entre él y aquéllos era inconmensurable. Como en el caso de Fidel, la historia también absolvió a Lenin y demostró que la razón estaba de su lado.

Vicisitudes

Dicho lo anterior creo que queda claro el propósito de estas líneas: hacer justicia a uno de los más grandes teóricos y prácticos de la revolución de todos los tiempos. Su nombre ha sido escarnecido por traidores y renegados de todo tipo, que han hecho del antileninismo un lucrativo culto celebrado con sofisticadas argumentaciones pseudo-filosóficas con la fútil pretensión de descalificar tanto al personaje como sus ideas. Tal como lo plantea Slavoj Zizek “si hay un consenso entre (lo que pueda quedar de) la izquierda radical de nuestro tiempo es que para resucitar un proyecto político radical deberíamos olvidarnos de la herencia leninista”.

Abandonado por amplios sectores de la izquierda contemporánea, Lenin es odiado sin fisuras por la burguesía y sus aliados, conscientes de su inquebrantable fidelidad al proyecto socialista y al ideal comunista del autogobierno de los productores.

Podría decirse sin temor a faltar a la verdad que Lenin es uno de los más insignes “desaparecidos” de los últimos tiempos. Ignorado y cuestionado sin ser comprendido ni estudiado, algunos sectores de una izquierda bien intencionada pero tan inmadura como soberbia creen que ya nada se puede aprender de quien fuera el líder indiscutido de una revolución que, como la rusa, abriera una nueva etapa en la historia de la humanidad.

El menosprecio por algunos de los temas clásicos del pensamiento leninista: la cuestión de la organización, del partido revolucionario y la necesidad de desarrollar la conciencia política de las masas, es más que evidente en nuestros días en algunas de las expresiones de una cierta “izquierda posmoderna” que, por su funcionalidad con los intereses del imperio, tiene muy poco de lo primero y demasiado de lo segundo.

Se trata de corrientes políticas que aborrecen todo lo que tenga que ver con la organización de los sujetos de las luchas emancipatorias para postrarse a los pies de una supuesta rebeldía espontánea de masas y multitudes que no requieren ni organización ni concientización; que, pese a sus declaraciones en contrario, caen en una suerte de anarquismo romántico en lo concerniente al estado y la toma del poder; y que, en un alarde de confusión, hacen manifiesto su desdén por los debates sobre las cruciales cuestiones de la estrategia y táctica de la lucha popular.

Es fácil comprender la centralidad que adquiere el legado teórico de Lenin para desmontar esos extravíos de la razón política disimulados bajo el amable nombre de un “progresismo” amorfo y desdentado, incapaz de atentar seriamente contra la dominación del capital.

La sucesión de derrotas experimentadas en los capitalismos metropolitanos por las fuerzas populares en las postrimerías del siglo veinte afectó no sólo la vigencia sino también la visibilidad del pensamiento leninista. Aparte de los efectos devastadores de la “revolución” neoconservadora y neoliberal mencionemos la deformación primero (y el inglorioso final después) de lo que, en un cierto sentido, podría ser considerada como “la gran creación” práctica de Lenin: la Revolución Rusa.

Ambas cosas: la degeneración de la revolución y su tragicómico derrumbe –resumido en el video de Mijail Gorbachov filmado en un local de Pizza Hut– dañaron seriamente la consideración que merecía la obra teórica y práctica de Lenin. Es que, tal como lo recuerda Gyorg Lúkacs, Lenin fue “el gran teórico de la práctica revolucionaria y el gran práctico de la teoría revolucionaria”. Desgraciadamente, el derrumbe de la Unión Soviética arrastró consigo la herencia teórica de Lenin.

Lamentablemente, el inicio del ciclo ascendente de luchas de los movimientos populares latinoamericanos que comenzara con la llegada a la presidencia de Venezuela de Hugo Chávez, a comienzos de 1999, no tuvo la fuerza necesaria para contrarrestar el abandono del leninismo –¡y del marxismo!– por parte de las menguadas fuerzas contestatarias en los capitalismos metropolitanos.

Si los viejos y nuevos adversarios de Lenin se empeñaron en ocultar u opacar su legado, sus partidarios incurrieron muchas veces en un vicio que esterilizó inexorablemente sus mejores intenciones. En efecto, la canonización de que fuera objeto su obra a manos del estalinismo –en la cual un papel decisivo lo tuvo la obra de Stalin: Fundamentos del Leninismo – la desfiguró tanto como la satanización que la misma sufrió a manos de los teóricos de la burguesía o de viejos izquierdistas arrepentidos de sus pecados juveniles.

La “codificación” del leninismo y la transformación de un marxismo viviente y una “guía para la acción” en un manual de auto-ayuda para revolucionarios despistados perjudicó seriamente la labor de los movimientos contestatarios y emancipadores de nuestra América. Si la vulgata soviética acarreó gravísimas consecuencias en el plano de la teoría, la práctica política del estalinismo magnificó aún más estos efectos al abortar los brotes de una genuina reflexión marxista.

Esta fue sofocada allí donde el marxismo de los “manuales soviéticos” –descalificados por completo por el Che– prevalecía sin contrapesos, como en la Unión Soviética y los países de Europa del Este. Con su habitual dosis de ironía el Che se refería a esos manuales llamándolos “ladrillos soviéticos”. Y en los territorios del capitalismo avanzado la combinación entre derrota del impulso revolucionario de la primera posguerra y la imposición de la ortodoxia de los manuales soviéticos precipitó la conformación de lo que Perry Anderson llamara “el marxismo occidental,” es decir, un marxismo encerrado en una burbuja teoreticista y alejado por completo de los imperativos de la vida práctica y las luchas anticapitalistas y antiimperialistas.

Un marxismo enteramente volcado hacia la problemática filosófica y epistemológica, importantes sin duda, pero al precio de renunciar a los análisis históricos, económicos y políticos y que convirtió al marxismo, por eso mismo, en un saber esotérico encerrado en herméticos escritos que lo alejaron irremediablemente de las urgencias y las necesidades de las masas.

Un marxismo concebido como “un dogma y no como una guía para la acción”, revirtiendo el recordado aforisma de Lenin, que de poco y nada servía para comprender la complejidad del capitalismo contemporáneo y, mucho menos, para la construcción de un instrumento político capaz de cambiarlo. La dogmatización del marxismo relegó al olvido la tesis onceava sobre Feuerbach de Marx y su llamamiento a transformar el mundo y no sólo a cavilar sobre las distintas formas de interpretarlo. Y, por supuesto, desplazó a los más polvorientos anaqueles de las despobladas bibliotecas la formidable obra teórica de Lenin.

Por otra parte, cuando los principales movimientos de izquierda y fundamentalmente los partidos comunistas adoptaron el canon “marxista-leninista” la tradición teórica comunista, un movimiento de “reflexión permanente” dialécticamente integrado con los avatares de su época, se congeló en el tiempo. Contrariamente a las recomendaciones de Lenin el marxismo así concebido degeneró en una doctrina ya “cerrada” y terminada, completamente elaborada que flotaba impertérrita por encima del movimiento histórico.

La adopción del canon “marxista-leninista” fue un proceso muy complejo, que no podemos examinar en detalle aquí. Subrayemos apenas que la brutal agresión de las fuerzas del capitalismo mundial primero, en los años iniciales de la Revolución Rusa, y del imperialismo norteamericano después en contra de la Unión Soviética, limitaron enormemente los grados de libertad que los partidos comunistas –con sus intelectuales– del resto del mundo podían tener en relación a las directivas procedentes de Moscú y las orientaciones teóricas que de allí emanaban.

En una palabra: en su rigidez no lo reflejaba y, al fracasar en este empeño mal podía cambiarlo. Reflexión proviene de reflectere, que en Latín quiere decir “regresar, volver para atrás”. Por extensión, reflejar una luz o una determinada realidad. Un dogma no tiene la menor capacidad de reflejar la cambiante dialéctica de la historia, y eso fue lo que ocurrió con el “marxismo-leninismo”. Pocas cosas podían ser más antimarxistas y más antileninistas que esta verdadera parálisis de una teoría que, desde sus primeras formulaciones a manos de los jóvenes Marx y Engels en la década de los cuarenta del siglo diecinueve, no había hecho otra cosa que desarrollarse en estrecho contacto con las cambiantes realidades de su tiempo, a las cuales procuraba “reflejar” con la mayor exactitud posible.

Aires de renovación

En el terreno de la praxis política, la férrea imposición de la ortodoxia estalinista demoró por décadas la apropiación colectiva de algunos importantes aportes originados por el marxismo del siglo veinte. Basta con recordar el retraso con que se dio a conocer la imprescindible contribución de Antonio Gramsci al marxismo, cuyos Cuadernos de la Cárcel recién estuvieron disponibles, en lengua italiana, en su integridad, a mediados de la década de los setentas, es decir, cuarenta años después de la muerte de su autor.

Gramsci era visto con gran desconfianza en los partidos comunistas europeos y latinoamericanos siendo que, en realidad, su pensamiento era la maduración de las interpretaciones de Lenin en las difíciles condiciones de la reconstrucción reaccionaria del capitalismo de los años treinta.

Por eso cabe destacar los méritos que le caben al intelectual argentino Héctor Agosti, director de los Cuadernos de Cultura que publicara el Partido Comunista Argentino, por haber sido el primero en Latinoamérica en tomar nota de la trascendental importancia de la renovación teórica plasmada en la obra de Gramsci y en bregar para instalar las contribuciones del italiano no sólo en los debates al interior de los partidos hermanos de la región sino también en otras fuerzas de la izquierda, igualmente refractarias a las innovadoras reformulaciones del gran pensador Italiano.

La fecunda prédica de Agosti hizo posible la incorporación del rico legado gramsciano a las discusiones que comenzaban a tomar cuerpo en los convulsionados años sesenta. Al promediar la década siguiente la obra de Gramsci ya era ampliamente citada y convertida en fuente de ásperas polémicas interpretativas. Agosti fue un gran intelectual marxista autor de una vasta obra. Como director de Cuadernos de Cultura tradujo y publicó numerosas cartas de Gramsci. Y en sus libros aplica creativamente las categorías gramscianas.

Esto porque una corriente, arraigada en Europa pero con algunas terminales en Latinoamérica, lo reconstruía como un tibio socialdemócrata y lejano predecesor del ilusorio eurocomunismo que en pocos años liquidaría los principales partidos comunistas de Europa, comenzando por el de Italia.

En nuestros países, en cambio, la recuperación del legado gramsciano fue mucho más fiel a la impronta leninista del original y finalmente las versiones socialdemocratizantes no tardaron en desvanecerse en los fragores de la lucha de clases y las ofensivas del imperialismo, a ambos lados del Atlántico.

Aquella desfiguración europeísta del pensamiento gramsciano exigió un esfuerzo notable de recuperación de una herencia teórica que ahora debe hacerse, sin más demoras, con Lenin. En Latinoamérica, no así en Europa, nos hemos reencontrado con el Gramsci legítimo. En una coyuntura mundial tan erizada de peligros como la actual urge hacer lo propio con la herencia teórica de Lenin.

El peso de la ortodoxia soviética fue asimismo responsable del retardo con que se produjo la incorporación de la sugerente recreación del marxismo producida a partir de la experiencia china en la obra de Mao Zedong. O el ostracismo en que cayera la recreación del materialismo histórico surgida de la pluma de José Carlos Mariátegui, quien con razón dijera que “entre nosotros el socialismo no puede ser ni calco ni copia sino creación heroica”.

O la absurda condena de la producción, excelsamente refinada, de Gyorg Lúkacs en Hungría. Más cercana en el tiempo, esa codificación antileninista de las enseñanzas de Lenin (y de Marx) hizo aparecer a Fidel y al Che como si fueran dos irresponsables aventureros, hasta que la realidad y la historia aplastaron con su peso las monumentales estupideces pergeñadas por los ideólogos soviéticos y sus principales divulgadores de aquí y de allá. En suma: es difícil calcular el daño que se hizo con tamaña tergiversación del marxismo. ¿Cuántos errores prácticos fueron cometidos por vigorosos movimientos populares ofuscados por las recetas del “marxismo-leninismo”?

De lo anterior se infiere que un “retorno a Lenin” es no sólo conveniente sino urgente y necesario. Un Lenin que por supuesto no está exento de errores, algunos de los cuales él mismo se encargó de reconocer, pero cuya actualidad para las luchas emancipatorias de América Latina es insoslayable, lo que torna tanto más imperdonable el desconocimiento de su obra.

Lenin yace bajo los escombros de la Unión Soviética; también bajo la avalancha propagandística de la contrarrevolución neoliberal desde la década de los ochentas del siglo pasado y los retrocesos y las frustraciones de los movimientos populares en las metrópolis capitalistas.

Pero, afortunadamente, su obra está allí. Desaparecida la Unión Soviética, acontecimiento fundamental que dividió en dos la historia de la humanidad al llevar a término la primera revolución exitosa de las clases subalternas en toda la historia luego del primero y más acotado ensayo general de la Comuna de París, debemos retomar un diálogo con el gran revolucionario ruso.

No para imitar o para recibir acríticamente sus teorías, como sabiamente aconsejaran Mariátegui, Mella, el Che y Fidel, sino para aprender a partir de una conversación. Maquiavelo decía, en una memorable carta a su amigo Francesco Vettori, del 10 de Diciembre de 1513, que una biblioteca es un lugar en donde los grandes hombres de la historia –los fundadores de estados y los revolucionarios– se avienen a conversar con aquellos que buscan en ellos la sabiduría y las lecciones que se desprenden de sus experiencias prácticas. Es preciso pues ir a la biblioteca y leer la obra de Lenin, un precioso legado al cual no debemos renunciar.

Este oportuno y necesario “retorno a Lenin” nos obliga a una fresca relectura del brillante político, intelectual y estadista que fundara la república soviética. Regresar a Lenin no significa pues volver a leer una colección de “textos sagrados”, momificados y apergaminados, sino regresar a un manantial inagotable del que brotan enseñanzas, sugerencias e interrogantes que conservan su actualidad e importancia en el momento actual.

No sería temerario sino una manifestación de fidelidad al espíritu genuinamente leninista afirmar que interesan menos las respuestas concretas y puntuales que el revolucionario ruso ofreciera en su obra –casi todas ellas inevitablemente referidas, como el mismo lo señalara, a las peculiaridades del momento histórico soviético– que los interrogantes, perspectivas y audaces aperturas mentales contenidas en las mismas siempre encaminadas a avanzar por el camino de la revolución.

Más que un retorno

Por otra parte, tampoco se trata meramente de volver a una piedra filosofal porque quienes regresamos a las fuentes ya no somos los mismos que antes; si la historia barrió con los resabios del estalinismo que habían impedido captar adecuadamente el mensaje de Lenin, lo mismo hizo con otros dogmas que nos aprisionaron durante décadas.

Por supuesto que esto no implica arrojar por la borda la certidumbre fundamental de la superioridad ética, política, social y económica del comunismo como forma superior de civilización –misma que abandonaron los fugitivos autodenominados “post-marxistas”, que ahora pretenden conferirle el don de la eternidad al capitalismo y la democracia liberal– sino poner en discusión algunas certezas “colaterales”, al decir del epistemólogo Imre Lakatos, de la tradición leninista.

Por ejemplo las que establecían que la única forma de organizar el partido de la clase obrera era la que Lenin había propuesto en 1902 en plena represión zarista obviando que hay en Lenin no una sino cuatro teorías del partido, en correspondencia con el desarrollo de la lucha de clases en Rusia.

La primera, sintetizada en el año 1902 en el “¿Qué Hacer?”; una segunda, en donde después de la revolución de 1905 propone un formato similar al del partido socialdemócrata alemán; una tercera, ya en el vértigo que va de febrero a octubre del 1917 en donde el partido es reemplazado por los soviets; y una cuarta, y final, ya consolidado el triunfo de la revolución, y en la cual el partido aparece como una estructura organizativa pero también educativa, como un ámbito de la creación de una nueva civilización y una nueva cultura de masas, anticipando lo que luego Gramsci desarrollaría más en detalle en sus Cuadernos de la Cárcel; o una determinada táctica política, como la insurrección; o que, en la apoteosis de la irracionalidad la Tercera Internacional consagraba un nuevo Vaticano con centro en Moscú y dotado de los dones papales de la infalibilidad en todo lo relacionado con la marcha de la lucha de clases en el resto del mundo.

Dado que todo aquello ha desaparecido y estamos viviendo los comienzos de una nueva era es posible, y además necesario, como decíamos más arriba, proceder a una nueva lectura de la obra de Lenin, en la seguridad de que ella puede constituir un aporte valiosísimo para orientarnos en los desafíos de nuestro tiempo.

Se trata de un retorno creativo y promisorio: no volvemos a lo mismo, ni somos lo mismo, ni tenemos la misma actitud. Tampoco es igual el contexto histórico que nos rodea. En nuestra América estamos asistiendo, desde finales del siglo pasado, a un despertar de los pueblos y al avance de las luchas por la construcción de una alternativa al sofocante neoliberalismo que nos abruma.

La Revolución Cubana ha demostrado su extraordinaria resiliencia ante los criminales e incesantes embates del imperialismo, y hoy es acompañada por varios gobiernos de la región que rompieron definitivamente el aislamiento con que el imperio trató de someterla y destruirla.

Venezuela, Nicaragua y Bolivia lo hacen desde hace largos años, mientras que México, Brasil, Colombia y Honduras, amén de otros países del área desafían con dignidad los edictos imperiales y estrechan sus relaciones con la isla de la esperanza al paso que los demás procuran por lo menos mantener buenas relaciones con La Habana.

Decía antes que quienes proponemos el retorno a Lenin somos diferentes porque como militantes hemos sido atravesados por el devenir de la historia latinoamericana –sus triunfos tanto como sus derrotas y frustraciones– y, supuestamente, hemos tomado nota de sus lecciones. Pero lo que persiste y se acentúa día a día es el compromiso con la creación de una nueva sociabilidad, con la impostergable necesidad de superar a un tipo histórico de sociedad como el capitalismo, incorregible desde el punto de vista de la justicia, la humanidad y la preservación del medio ambiente.

Empeñados en una lucha sin tregua y cada vez más abierta con el imperialismo no podemos prescindir de las enseñanzas que deja el proceso revolucionario ruso. No sólo con las que se derivan de él sino también las que emanan de otros, como el chino, el vietnamita y, más cerca de nosotros, el cubano.

No para copiarlas porque como bien lo recordara Julio Antonio Mella en el obituario escrito a propósito de la muerte de Lenin, “no se trata de implantar en nuestro medio, copias serviles de revoluciones hechas por otros hombres en otros climas; en algunos puntos no comprendemos ciertas transformaciones, en otros nuestro pensamiento es más avanzado pero seríamos ciegos si negásemos el paso de avance dado por el hombre en el camino de su liberación”.

En esta misma línea encontramos la terminante sentencia de Mariátegui de que el socialismo “no podía ser calco y copia sino creación heroica de nuestros pueblos” eco lejano de aquella genial intuición de Simón Rodríguez cuando asegurara que “o inventamos o erramos”.

Leer a Lenin, entonces, con la actitud mental de un Mella, Mariátegui, Rodríguez y, por supuesto, más cercanos a nosotros, del Che y Fidel. Este más de una vez dijo que “cada vez que copiamos nos equivocamos”; el Che, por su parte, advertía que “el marxismo es solamente una guía para la acción.

Se han descubierto grandes verdades fundamentales, y partir de ellas, utilizando el materialismo dialéctico como arma, se va interpretando la realidad en cada lugar del mundo. Por eso ninguna construcción será igual; todas tendrán características peculiares, propias de su formación”.

Este primer centenario del paso a la inmortalidad de Lenin es un estímulo para que nos lancemos, sin titubeos ni retaceos de ningún tipo, en esta imprescindible recuperación y divulgación de una obra de una riqueza extraordinaria como la contenida en la vasta producción teórica del revolucionario ruso.

Sugiero, como punto de partida, la lectura de los textos contenidos en el volumen titulado “Entre dos revoluciones”, en los cuales Lenin analiza la revolución de febrero y todos sus avatares hasta la culminación con la toma del Palacio de Invierno y el triunfo de la Revolución de Octubre. Va de suyo que textos como el “¿Qué Hacer?”, “La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo”, “El estado y la Revolución”, “El marxismo y el Estado”, “La Revolución Proletaria y el renegado Kautsky”.

A esto agrego, para comenzar, dos breves pero sumamente esclarecedores artículos: “Acerca del Estado” y uno especialmente dirigido a la juventud en la construcción del socialismo, “Tareas de las organizaciones juveniles”. Estoy seguro que pertrechados con estas armas de la crítica teórica estaremos en mejores condiciones para acometer con éxito los grandes desafíos que plantea la lucha por la segunda y definitiva independencia de Nuestramérica.

43 Aniversario

Radio Segovia, La Poderosa del Norte.

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